Las fiestas navideñas, con su gran carga de tradición, comercio y
consumo, se han convertido en los últimos años en festejos de inicio del
invierno. Los mismos cristianos no están lejos de esta secularización y
pérdida del sentido religioso. Es necesario redescubrir este acontecimiento
histórico-salvífico, desde las claves de la espiritualidad, sin la cual no se
desvela el secreto del nacimiento del Niño Dios. Nosotros queremos
aproximarnos a ello, de la mano de José, esposo de María.
Es cierto que el centro de la Navidad es Jesús, el Mesías. Que según
confesamos en Símbolo de los Apóstoles: “fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen”. Fue reconocido por sus
contemporáneos, como el hijo de José, el carpintero de Nazaret (cf. Mc 6,3;
Jn 1,45). Su papel como padre putativo es decisivo en la infancia del Señor.
Las pocas escenas evangélicas en las que es mencionado, aparece en medio
de sueños y visiones de ángeles (cf. Mt 1,19-15; 2,13-23; Lc 2,4.16.22.48).
En dichas narraciones, hallamos tres actitudes básicas para descubrir el
misterio del Dios Humanado: obedecer, contemplar, custodiar.
El justo José, como israelita que es, sabe muy bien por la Ley y los
profetas, que Yahaveh cumpliría su promesa mesiánica. Lo que menos
podría haber pensado él, un carpintero del perdido y mal afamado pueblo
de Nazaret, que entraría en el acontecimiento redentor para emparentar
con el linaje de David, al hijo de su desposada María, que llevará por
nombre el Emmanuel (Is 7,14). Aceptar este papel, que rompe todo los
esquemas humanos, no fue nada fácil. Pero él no se dejó llevar por sus
lógicos razonamientos, ni actuó según la costumbre judía en esos casos,
sino que obedeció la voz divina “y se llevó a su casa a su mujer” (Mt 1,24).
De esta manera, el santo José, se nos presenta como un verdadero hijo de
Abraham, cuya fe consistió, en palabras del Papa Francisco: “en la
disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de
Dios” (Lumen Fidei, nº 13). ¡Es la luz de esa fe, la que desvela el enigma
Este buen padre y esposo, nos enseña a sobrepasar el mundo mágico
de colorines que inundan nuestras calles y hogares, para adentrarnos en la
contemplación de la verdadera Navidad. Él es un gran maestro en el
silencio creativo de la fe, que ve siempre la “mano divina” hasta en los
momentos más insospechados. Tiene que ponerse en camino desde Galilea
a Judea para censarse en ciudad del rey David, Belén. Allí, se cumplieron
los días del parto de María, y el primogénito del Altísimo nació en un
pesebre, porque los hombres no le dieron posada (cf. Lc 2,1-7).
Sin embargo, el suceso inunda de la alegría a las personas cercanas,
como son los pastores, y a los lejanos Magos que se postraran en
adoración. Sobre todo, hemos de meditar la ternura de la Madre del Niño,
y el silencio reverente del carpintero de Nazaret. Ante lo acontecido
sobran las palabras y los ruidos de la mundanidad, lo que anhela el alma
cristiana es sumergirse en el silencio orante y gozoso de esa Noche santa.
Hay que dejar hablar “al Señor que es la Palabra que desde el principio ya
existía” (san Agustín, Sermón 293,3).
Por último, el reconocido patriarca san José, es el “custodio” del
autor de nuestra salvación: Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Como
buen vigilante y defensor de la Gracia que nos ha nacido, sabrá lo que es el
sufrimiento y la congoja. Tendrá que librarlo de los poderosos de turno (cf.
Mt 2,13), conocer los sinsabores de una familia emigrante (cf. Lc 2,14-23),
escuchar profecía sobre aquel Niño que inquietará sus corazones. (cf. Lc
2,24-40), y escuchará de la boca del propio hijo palabra enigmáticas que no
entenderán (cf. Lc 2,41-52).
Lo sucedido a san José, es una gran lección para cargar de
religiosidad la Nochebuena y el Año venidero. Para ello, comencemos por
los niños y los jóvenes a que conozcan mejor la historia de Jesús de
Nazaret y el Catecismo de la Iglesia. Los más mayores, que sepamos
redescubrir siempre la alegría del Evangelio, aún en medio de los
sufrimientos personales y sociales. ¡En fin! que todos los bautizados nos
sintamos verdaderos “custodios” de la gran riqueza de la fe. “¡Que no nos
dejemos robar nuestra esperanza!” (Francisco, Evangelii Gaudium, nº 86).
¡FELIZ Y SANTA NAVIDAD!
+ Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España
Fuente:: Agencia SIC
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