Mons. Santiago García Aracil A vosotros, queridos inmigrantes
Por todas partes oímos hablar de globalización. La verdad es que los distintos medios de comunicación han adquirido una capacidad y una expansión hasta hace poco tiempo insospechada.
Hoy nos hacen llegar la noticia de acontecimientos de todo orden al mismo tiempo que están ocurriendo. Con toda facilidad podemos desplazarnos rápidamente desde cualquier lugar de la tierra a otro, por lejano que parezca. Las mismas relaciones comerciales, laborales y culturales están motivando el traslado temporal, breve o indefinido, de ciudadanos e incluso de familias enteras de uno a otro continente y de uno a otro país; realidad esta que contribuye a la globalización.
El encuentro con gentes de distintas razas, idiomas, culturas, costumbres y creencias ha dejado de parecer extraordinario. Todo esto nos lleva a considerar la facilidad con que podemos llegar a relacionarnos todos como si viviéramos en un mismo lugar.
La tierra entera se está convirtiendo en lo que algunos han comenzado a llamar “aldea global”.
Sin embargo, la relación entre unos pueblos y otros e incluso entre grupos distintos de un mismo continente o país, es todavía muy distante; y en ocasiones muy tensa o muy adversa en lo que se refiere a las relaciones personales, en la colaboración ciudadana, en la ayuda recíproca, y en la superación de las diferencias conflictivas.
La paz está muy lejos de ser el ambiente en que puedan vivir las familias y desarrollarse los niños y los jóvenes. Estamos comunicados y muy cerca los unos de los otros en lo material, en lo espacial, en lo noticiable. Nos relacionan el comercio, la ciencia y la técnica informática, aeronáutica, ferroviaria y vial. Pero esta comunicación, que abre fronteras diversas, no llega todavía a abrir verdaderamente el alma de las gentes a una relación pacífica, dialogante, de mutua comprensión y de enriquecedora colaboración. Al menos estamos bastante lejos de ella.
Ante esta realidad sabemos que no son suficientes las estructuras políticas, ni las necesidades de mercado que provocan abundantes relaciones entre los Estados. Tampoco basta la programación de actividades esporádicas que provocan la presencia y la acción científica, artística o folclórica, siempre ocasional o puntual, de las representaciones de un país en otro.
Aunque todo ello pueda ayudar al verdadero acercamiento entre los pueblos, lo que más contribuye a la cercanía y a la deseada vinculación propia de un mundo globalizado es la relación directa entre las personas en el acontecer diario. Y esto ocurre cuando se comparten los quehaceres domésticos, cuando se participa en las tareas educativas y de investigación, en las delicadas atenciones sanitarias, en los trabajos de la agricultura, en las industrias, en la atención a los que sufren limitaciones a causa de la edad o de otra deficiencia, etc. Y a ello contribuye, de modo muy destacado el fenómeno de la migración.
Es, pues, el momento de reconocer los grandes valores que la migración aporta a la construcción de un mundo mejor.
Este reconocimiento, ha de impulsar la apertura del alma hacia la realidad de otros pueblos, de otras culturas y de otras personas, hasta lograr que avancemos en la conciencia de esa fraternidad universal que nos une a todos en una misma familia global.
Es cierto que semejante proyecto, por las dificultades que encierra, puede parecer irrealizable y solamente alentador de una vana esperanza. Pero no podemos pensar que los ideales no tienen valor hasta que se han conseguido plenamente.
Cada paso es positivo y necesario para avanzar en el camino emprendido. Camino que todos debemos tener en cuenta al elaborar los proyectos personales, políticos, comerciales, científicos, culturales, etc. Sólo se alcanzan los grandes horizontes dando a cada paso el valor que le es propio, y no pretendiendo lograr la meta con un solo paso, o moviendo solamente una parte del cuerpo social.
En el camino de la migración todos estamos unidos y, por tanto, seriamente implicados.
Las diversas circunstancias que confluyen en la vida de cada pueblo, de cada familia y de cada persona según la situación de cada país, motiva la emigración, la inmigración y la necesaria acogida. Lo más importante es que descubramos que somos necesarios unos para otros; que nadie es superior ni inferior; que nadie molesta; que todos contribuimos o debemos contribuir al desarrollo de las personas y de los pueblos en los diversos ámbitos de que hemos hablado.
Teniendo en cuenta lo que hemos ido exponiendo, es necesario concluir que debemos acogernos unos a otros con verdadero espíritu solidario, fraterno y agradecido.
Todos estamos llamados a dar lo que tenemos, y a agradecer la suerte de recibir de quienes caminan junto a nosotros.
Cuando este espíritu de apertura, de acogida y de cercanía ilusionada está iluminado y estimulado por la Palabra y por la gracia de Dios, adquiere un realismo y una fuerza tal que nos impulsa a vivirlo con esperanza.
Por eso los cristianos debemos considerar como un verdadero regalo del Señor el poder integrarnos en una comunidad de fe, de oración y de acercamiento a Jesucristo en los Sacramentos. Solo uniéndonos cada uno a Él podremos avanzar en la unión entre nosotros, fuente de la estima personal y de la colaboración social y apostólica.
Queridos hermanos inmigrantes: sentíos en vuestra propia casa al vincularos a la gran familia de los hijos de Dios que se hace presente en la Iglesia, y que se acerca a todos nosotros mediante la pertenencia a la comunidad diocesana cuyo signo y proximidad se nos brinda en la comunidad parroquial.
Que el Divino Niño os bendiga a todos. Él sembró la fraternidad y la caridad que nos capacita para toda colaboración. Y lo hizo entrando a formar parte de la humanidad, viniendo del Cielo a participar de lo que somos, ofreciéndonos la inmensa riqueza de lo que significa ser hijos de Dios con la esperanza de la salvación eterna.
+ Santiago García Aracil
Arzobispo de Mérida-Badajoz
Fuente:: Mons. Santiago García Aracil
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