Mons. Adolfo González Partimos, en efecto, del hecho objetivo de los flujos migratorios han constituido en la historia de la humanidad una constante. Hoy, como dijera Benedicto XVI, las migraciones son un signo de los tiempos, y el papa Francisco lo reitera. A las personas que por razones laborales se ven obligadas a dejar su país, familia y ambiente cultural propio, se han añadido, de manera masiva en muchos casos, la huida hacia zonas de seguridad de los pueblos en conflicto y guerra. Recordemos el conflicto de la zona de los grandes lagos de África y el escenario del Oriente cercano, sobre todo Siria, al que ha venido a añadirse los flujos de huida en el Sudán del Sur. Los refugiados son quienes se han visto en la necesidad de abandonar su propia casa amenazados de muerte, o huyendo del peligro de verse privados de libertad y de expresión o reducidos a la cárcel, si no privados de sus derechos ciudadanos y de su propia conciencia religiosa en tantísimos casos.
Entre las personas que emigran la mayoría buscan honradamente la promoción que cabe esperar de mayor número de oportunidades y un mejor régimen laboral, acompañado de unos beneficios sociales protegidos por la ley. Muchos que los que emigran pretenden dejar atrás situaciones de pobreza, carencia de recursos y cultura e incluso de miseria, arriesgando a veces su propia vida, al caer en manos de traficantes de personas sin escrúpulos.
¿Qué sucede cuando llegan a los países receptores de migrantes como el nuestro? Sería del todo injusto no reconocer cuánto han contribuido a la promoción económica, social y cultural de los inmigrantes y de sus familias los países del mundo más desarrollado, entre los que nos encontramos por fortuna a pesar de nuestras dificultades reales. En este sentido es de justicia reconocer la labor realizada por la Unión Europea durante las últimas décadas, con el cambio del ordenamiento jurídico de los beneficios sociales, sanitarios y culturales de los inmigrantes. La reagrupación familiar que ha contribuido positivamente a la reunificación de los esposos y la escolarización de los hijos son signos positivos de un fenómeno social complejo y abierto, que ha hecho posible una cierta normalización de lo heterogeneidad de la población extranjera en la misma medida que se va integrando social y culturalmente.
No todo, sin embargo, es positivo. Costosa está siendo la integración de contingentes de inmigrantes, muchos de ellos acosados por la ilegalidad de su propia situación en un país extranjero, viéndose tentados a encerrarse en el gueto de un barrio mayoritariamente poblado de connacionales, o procedentes del mismo continente, o de la misma confesión religiosa. Hay situaciones en las que los inmigrantes han ocupado barriadas del casco antiguo de ciudades, cuyos domicilios han sido abandonados por los nacionales promocionados a urbanizaciones de más moderna y cómoda habitabilidad. Aun cuando se han emprendido rehabilitaciones meritorias de tipo urbano en muchos cascos antiguos de nuestras ciudades, persisten hacinamientos domiciliares, con alquileres abusivos, que a veces unos inmigrantes subalquilan a otros, que ceden a una explotación sin escrúpulo de quienes deberían sentirse solidarios, muchos de ellos víctimas de traficantes sin escrúpulos; y así acaban enquistándose en el cuerpo social como personas reacias a la integración y a la legalidad.
No todo lo que se hace por parte de los países receptores se corresponde con el reto que las migraciones les plantean. Se han producido abusos, explotación económica y rechazo de los inmigrantes, vistos tantas veces con sospecha, como señala el Papa Francisco en su mensaje para la Jornada. La complicidad de las redes de delincuencia que operan en territorio nacional con las mafias de traficantes ilegales de seres humanos, la explotación sexual mediante inducción con engaño y presión de mujeres, víctimas de su propia condición de migrantes, han dado como resultado situaciones de moderno esclavismo y vejación de la dignidad de las personas.
Los hacinamientos en los albergues de recepción han acabado con la esperanza de muchos ilegales, o su lanzamiento a la marginación a penas se ven en libertad, en espera de mejor fortuna. Los recientes escándalos de la isla de Lampedusa no deben hacernos olvidar las lacras propias. Es cierto que no es posible dejar de regular los flujos migratorios, pero la búsqueda de la justicia alimentada por la caridad nos ha de ayudar a responder a un reto que pone a prueba nuestra tradición cristiana y de acogida. La Jornada de las Migraciones viene a ayudarnos a reflexionar sobre cuanto hacemos y lo que dejamos de hacer, si es que hemos de responder como cristianos al reto.
No depende todo de nosotros, porque la solución ajustada a verdad, ética y derecho pasa por la colaboración en la propia promoción tanto de los emigrantes como de los estados y sociedades de los que proceden. Los países del primer mundo están obligados a la ayuda para la promoción de los países de origen de los emigrantes, para que no tengan en la emigración la única salida al buscar justicia y bienestar. La solución a la emigración pasas también por el combate contra la corrupción de los regímenes políticos de los países del Tercer Mundo, que se aprovechan incluso de la ayuda al desarrollo de muchos de los países de origen de los migrantes. Desde Pablo VI la doctrina social de la Iglesia viene insistiendo en la responsabilidad de todos en el orden internacional, recordando que la solución al problema del subdesarrollo de las naciones pobres pasa, ciertamente, por la búsqueda sincera del equilibrio democrático en la carrera por el poder político y el control de los recursos económicos, pero en ello ha de cumplir una función de primer orden la reforma del comercio internacional.
La orientación que propicia la Iglesia es la búsqueda del entendimiento y la mejora de las personas, llamadas a integrarse en un cuerpo social, abierto a los grandes desafíos de nuestro tiempo, donde la acogida no suponga la capitulación de la propia identidad o la negación de la identidad de los inmigrantes, sino el enriquecimiento humano de todos, resultado del recíproco enriquecimiento de quienes se necesitan mutuamente para ir hacia una sociedad y un mundo mucho mejores.
Estoy convencido de que la fe de Cristo, que nos ha desvelado el misterio de amor de Dios como Padre de los hombres y ha puesto de manifiesto la común vocación de fraternidad y la meta trascendente de nuestra vida, nos ayudará afrontar los muchos desafíos de las migraciones.
Con afecto y bendición.
Almería, 19 de enero de 2014
Jornada de las Migraciones
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Fuente:: Mons. Adolfo González Montes
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