Divino signo de salvación

La abundancia de males que se ciernen sobre el mundo exige que le pidamos ayuda al único que los puede repeler. En el Sagrado Corazón debemos depositar todas nuestras esperanzas; a Él hemos de rogarle la salvación.

Papa León XIII

Sagrado Corazón de Jesús – Basílica de Nuestra Señora de Luján (Argentina) – Foto: Darío Iallorenzi

Hace alrededor de veinticinco años, en vísperas de la conmemoración del segundo centenario del día en que la bienaventurada Margarita María Alacoque había recibido de Dios el mandato de propagar la devoción al Sagrado Corazón, fueron enviadas muchas cartas a Pío IX, procedentes no sólo de particulares, sino también de obispos, instándole a que consagrara a todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús.

Juzgó por entonces diferir su decisión, a fin de que el asunto madurara más detenidamente. […] Habiendo surgido ahora nuevos factores, consideramos que ha llegado el momento de ejecutar tal proyecto.

Supremo Señor de todas las cosas

Ese general y solemne testimonio de respeto y de piedad se le debe a Jesucristo, pues Él es el Príncipe y Supremo Señor. […]

Aquel que es el Hijo unigénito de Dios Padre, que es consubstancial a Él, «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1, 3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; por tanto, tiene el sumo imperio sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí, a través del profeta: «Yo mismo he establecido a mi Rey en Sion, mi monte santo. Voy a proclamar el decreto del Señor; Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones; en posesión, los confines de la tierra”» (Sal 2, 6-8).

Por estas palabras, Jesucristo declara que ha recibido de Dios poder sobre toda la Iglesia, figurada aquí por el monte Sion, así como sobre el resto del mundo, hasta sus límites más lejanos. Las palabras «Tú eres mi Hijo» indican claramente la base donde se apoya ese soberano poder. En efecto, por el hecho de ser Rey del universo, Jesús es el heredero de todo su poder: «te daré en herencia las naciones». Con similares palabras habla de Él el apóstol Pablo cuando dice: «Al que ha nombrado heredero de todo» (Heb 1, 2).

Pero, ante todo, hay que recordar lo que Jesús afirmó de su imperio, no sólo por los Apóstoles o por los profetas, sino por su propia boca. Al gobernador romano que le preguntaba: «Entonces, ¿tú eres rey?», le contestó sin titubear: «Tú lo dices: soy Rey» (Jn 18, 37). La grandeza de este poder y la inmensidad infinita de este reinado están confirmados plenamente por las palabras del Señor a los Apóstoles: «Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). […]

Sin embargo, eso no es todo. Cristo impera no sólo por derecho natural, como Hijo de Dios, sino también en virtud de un derecho adquirido. «Nos ha sacado del dominio de las tinieblas» (Col 1, 13) y «se entregó en rescate por todos» (1 Tim 2, 6). De ahí que no solamente los católicos y otros cristianos, que han recibido debidamente el Bautismo, sino todos y cada uno de los hombres se han convertido para Él en «un pueblo adquirido» (1 Pe 2, 9).

Así lo comenta con toda razón San Agustín: «Os preguntáis: ¿qué ha comprado Jesucristo? Ved lo que dio y sabréis lo que ha comprado: la sangre de Cristo es el precio de la compra. ¿Qué otro objeto puede tener tal valor? ¿Cuál si no es todo el orbe? ¿Cuál sino todas las naciones? Por el universo entero Cristo pagó semejante precio».1 […]

«Hijo mío, dame tu corazón»

No obstante, a ese doble fundamento de su poder y su dominio, Jesús nos permite, en su benevolencia, añadir nuestra consagración voluntaria.

Dios y, a la vez, Redentor, posee plena y perfectamente todo lo que existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y desprovistos de todo que no tenemos nada que podamos ofrecerle en obsequio. Pero, por su bondad y caridad soberanas, no rechaza nada que le ofrezcamos y le consagremos, como si fuera nuestro, lo que ya le pertenece. No sólo acepta tal ofrenda, sino que la desea y la pide: «Hijo mío, dame tu corazón».

Podemos, pues, serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestra alma. Consagrándonos a Él, reconocemos y aceptamos abierta y alegremente su poder y, además, testimoniamos que si lo que le ofrecemos fuera nuestro, se lo daríamos de todo corazón. […]

Motivo de esperanza para las naciones

Una consagración así les aporta también a los Estados la esperanza de una situación mejor; porque dicho acto de piedad puede establecer o reforzar los vínculos que unen naturalmente los asuntos públicos con Dios.

En los últimos tiempos, […] la autoridad de la jurisdicción sagrada y divina no se ha tenido en cuenta para nada, pretendiéndose que la religión no ostente ningún papel en la vida pública. Esta actitud llega hasta el punto de querer que se extinga la fe cristiana en el pueblo y, si fuera posible, incluso expulsar a Dios mismo de la tierra.

Al estar las mentes humanas dominadas por tan insolente orgullo, ¿puede sorprender que la mayor parte de los hombres sea presa de profundas conturbaciones y sacudida por olas que no dejan a nadie libre de temores y peligros?

Cuando se pone de lado a la religión, ocurre fatalmente que los fundamentos más sólidos del bienestar público se desmoronan. Para darles a sus enemigos su merecido castigo, Dios los deja a merced de sus malas inclinaciones, de suerte que abandonándose a sus pasiones se entreguen a un libertinaje excesivo.

En ningún otro nombre se halla la salvación

De ahí procede esa abundancia de males que desde hace tiempo se ciernen sobre el mundo y que Nos obligan a pedirle ayuda al único que los puede repeler. ¿Y quién es este sino Jesucristo, Hijo unigénito de Dios?, «pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Cumple, por tanto, recurrir a Él, que es el camino, la verdad y la vida. […]

Cuando la Iglesia, todavía próxima a sus tiempos originarios, estaba oprimida bajo el yugo de los césares, un joven emperador percibió en el cielo una cruz que le anunciaba y preparaba una magnífica y cercana victoria. Hoy se nos presenta ante nuestros ojos otro signo excelso y divino: el Sagrado Corazón de Jesús, rematado por la cruz y resplandeciente de fulgor rodeado de llamas.

En Él debemos depositar todas nuestras esperanzas; hemos de rogarle y esperar de Él la salvación de los hombres. ◊

Fragmentos de: LEÓN XIII.
Annum Sacrum, 25/5/1899.
Traducción: Heraldos del Evangelio.

Notas

1 SAN AGUSTÍN. Enarrationes in Psalmos. Psalmo 95, n.º 5.