El mensaje semanal del Obispo de Cuenca
Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
El mes de noviembre es el tiempo en que se hace más vivo el recuerdo de nuestros difuntos. Con la solemnidad de Todos los Santos, con la que comienza dicho mes, la Iglesia venera la memoria de todos aquellos fieles que nos han precedido y que gozan ya de la visión bienaventurada de Dios. Es la gran fiesta de la santidad “encarnada” en las infinitas formas y modalidades que representa la pléyade de hombres y mujeres justos que han existido desde el comienzo de la historia. Ven a Dios cara a cara, lo alaban y gozan de su presencia. Ellos constituyen la parte del Pueblo santo de Dios que ha alcanzado ya la meta y ha recibido la corona de gloria que no se marchita (cf. 1 Co 9, 25): ellos son la Iglesia triunfante.
Pero también en este mes de noviembre el pueblo cristiano, la Iglesia aquí en la tierra, eleva al cielo su plegaria de intercesión por aquellos hermanos que, habiendo llegado ya a la meta, todavía no pueden ver a Dios cara a cara: necesitan aún ser purificados de lo que resta de sus pecados, para poder entrar en el banquete del Reino con el vestido nupcial. Como afirma elCatecismo de la Iglesia Católica, ésta tiene viva conciencia de que “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del reino (n. 1030).
Dios no abandona a los hombres. A lo largo de la historia, historia de salvación, ha realizado obras grandes, verdaderas maravillas de gracia, en su favor. Nos guía, nos protege, nos cuida como a su rebaño. El amor de Dios se hizo especialmente visible y encontró su expresión más genuina en la Cruz en la que el Hijo de Dios hecho hombre entregó su vida por nosotros; es un amor el suyo que no se detiene ante la frontera de la muerte. No interrumpe su relación salvadora con nosotros. Sigue atrayendo al hombre a Sí, continúa cuidando de nosotros. Su infinito afecto por el hombre que muere en su amistad se hace fuego devorador que purifica, limpia, depura y acrisola su corazón hasta que no queda nada en él que se oponga o resista, que sea refractario al amor de Dios. Decía el Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi: “Su mirada (la mirada de Dios), el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, ‘como a través del fuego’. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra con una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios” (n. 47).
La Iglesia, como decíamos antes, no abandona a sus hijos necesitados de purificación tras la muerte. No los entrega a su suerte. Los acompaña con su oración, con los sufragios que ofrece por ellos a Dios. Su amor, en efecto llega hasta el más allá (cf. ibidem, n. 48). Intercede por ellos ante su Señor. Es el mismo Dios quien lo ha querido así. Ha querido la mediación de la Iglesia, porque sigue salvando a través suyo. Este es el sentido de nuestras oraciones por los difuntos. Es cosa “piadosa y santa”, dice la Escritura, orar por los difuntos (2 M 12, 45). Se trata de una verdadera obra de misericordia, del amor que se piada ante el sufrimiento o las necesidades de los demás.
Os invito, pues, a todos en este mes de noviembre a rezar por los difuntos, de manera especial por aquellos con quienes nos ligan lazos de parentesco o amistad. La oración por excelencia es la Sta. Misa, cuyo valor es infinito. Nuestras oraciones por los difuntos son, a la vez, manifestación de fe en la misericordia de Dios y en la inmortalidad del hombre, y una muestra inequívoca de amor por nuestros queridos difuntos.
+ José María Yanguas Sanz
Obispo de Cuenca
Fuente:: Mons. José María Yanguas
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