«Un patrimonio preciadísimo»
Mons. Joan E. Vives «He quedado maravillado al conocer el heroísmo admirable de vuestros compañeros y hermanos; edificado de la firmeza, constancia y dignidad de muchos, al sufrir un martirio más largo y quizás no menos glorioso. Es un patrimonio preciadísimo lo que unos y otros nos han legado», escribía el cardenal Vidal y Barraquer, desde el exilio, en 1937. Setenta años después de aquel terrible período histórico, la Iglesia ha beatificado un grupo numeroso de aquellos «compañeros y hermanos» asesinados durante una verdadera persecución religiosa, comparable a las otras persecuciones de cristianos en el siglo XX, un siglo al que A. Riccardi ha calificado como «el siglo de los mártires», desde los gulags soviéticos hasta los campos de concentración nazis, con el genocidio armenio y la persecución mexicana.
Este domingo la Iglesia diocesana se reúne en Montgai para dar gracias a Dios por los 10 hijos de nuestra Diócesis beatificados, dos del mismo pueblo de Montgai, Mn. Pau Segalà y su hermano carmelita P. Francesc de l’Assumpció, que se entregaron a la muerte en lugar de su madre y un hermano a quienes querían matar, si ellos no se entregaban. Hoy reconocemos y honramos como «mártires» intercesores, «testigos de Jesucristo», aquellos que fueron asesinados sin compasión ni garantías legales de ningún tipo, bajo tormentos y la inmensa mayoría sin juicio previo. Bastaba con que fueran sacerdotes, religiosos o laicos cristianos notorios: éste era su único crimen. Es por ello, sin ninguna motivación política, que la Iglesia los declara beatos intercesores y ejemplos nuestros, e inscribe su nombre en el martirologio cristiano. Al beatificarlos, la Iglesia hace una lectura creyente de su muerte y quiere mostrar que, a pesar de que podía parecer que su vida fracasaba, arrebatada por una muerte cruel, en aquellas muertes resplandecía la fuerza y la vida de Jesucristo, el primer mártir, que dio su vida por amor, en la Cruz. «¡Morir por Cristo es vivir, amigos míos!», decía lleno de fe San Jaume Hilari Barbal, hermano de La Salle hijo de Enviny, en nuestra Diócesis, al ser fusilado en 1937. Todos aquellos mártires son ejemplos de paz y de perdón, de fidelidad y de compasión para todos, especialmente para sus verdugos. Y de ellos tenemos que aprender a amar a todos los que murieron por ambos lados, los sufrimientos de aquella contienda incivil en todas partes, y a saber ofrecer el perdón y la reconciliación definitivos, que tanto necesitamos.
El juicio histórico sobre aquellos años convulsos pide una reflexión más profunda que la generalización sesgada que algunos han hecho. El Papa Juan Pablo II, que invitó a toda la Iglesia a una purificación de la memoria en el inicio del tercer milenio, quería que la Iglesia confiara «la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen, como respecto a los daños que ella misma ha sufrido». En este sentido, la Iglesia en Cataluña hace mucho tiempo que reflexiona sobre este período y los Obispos ya afirmábamos en nuestra Carta pastoral de 2011, Al servicio de nuestro pueblo: «Somos conscientes de las carencias y los errores que, como miembros de la Iglesia, hayamos podido cometer en un pasado más o menos lejano, y humildemente pedimos perdón; pero al mismo tiempo somos también conscientes del papel insustituible que ha tenido la Iglesia y el cristianismo en la historia milenaria de Cataluña» (nº 22). Debemos amar la memoria de los mártires y entender, como decía el cardenal Vidal y Barraquer, que son «un patrimonio preciadísimo» no sólo para los católicos, sino también para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que profesan sentimientos de verdadera justicia y reconciliación histórica.
+ Joan E. Vives
Arzobispo de Urgell
Fuente:: Mons. Joan Piris
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