Avivar el bautismo
Mons. Casimiro López Llorente En la Fiesta del Bautismo de Jesús, el día 12 de enero, con la que concluye el tiempo de la Navidad, revivimos su bautismo a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Ante Juan viene Jesús y transforma el gesto de su bautismo de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. “Apenas se bautizó Jesús, salió del agua… Y vino una voz del cielo, que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 13, 17). Son las palabras de Dios-Padre que nos muestra a Jesús como su Hijo unigénito, su Hijo amado y predilecto, al inicio de su vida pública: Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo y que ahora comienza públicamente su misión salvadora; Él es el enviado por Dios para ser portador de justicia, de luz, de vida y de libertad. En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder deconvertirse “en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13).
El bautismo de Jesús nos remite así a nuestro propio bautismo. En la fuente bautismal, al volver a nacer por el agua y por el Espíritu Santo, hemos sido injertados en la vida misma de Dios, convirtiéndonos en hijos adoptivos en su Hijo unigénito; su gracia transformó nuestra existencia, liberándola del pecado y de la muerte eterna. ¡Cómo no dar gracias a Dios, que nos ha convertido en hijos suyos en Cristo!
Pero, Dios no nos salva sin nuestra colaboración, prestada con libertad; y la primera cooperación de la criatura humana es la fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, se abandona libremente en sus manos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, al ser capaz de comprender, debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, le lleve a confirmar, en el sacramento de la confirmación, el don recibido en el bautismo.
Pero ¿podrán los niños abrir su corazón a la fe y al don recibido si los adultos no les ayudamos a ello? Nuestros niños necesitan que los padres y padrinos, y toda la comunidad cristiana les ayudemos a conocer a Dios, Padre misericordioso, y a encontrarse con Jesús para entablar una verdadera amistad con él. A padres y padrinos corresponde introducirles en este conocimiento y amistad a través del testimonio de su vida cristiana en el día a día, en su matrimonio y en su familia, y en todas relaciones humanas. Grande es la responsabilidad de los padres en el crecimiento espiritual de sus hijos y en la trasmisión de la fe, pero nunca deben sentirse solos en esta misión. Toda la Iglesia está llamada a asistirles para fortalecer la propia fe y la propia vida cristiana, alimentándola con la oración y los sacramentos. Pero los padres no podrán dar a sus hijos lo que ellos antes no han recibido y asimilado, o si no lo viven día a día.
“Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7), nos dice el Padre-Dios. El Padre nos ha revelado a su hijos adoptivos un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo para vivir realmente como hijos de Dios. La riqueza de la nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea: Caminar según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), es decir, vivir y obrar constantemente en el amor a Dios haciendo el bien a todos como Jesús. Es la llamada al seguimiento de Jesús según la vocación, que cada uno haya recibido, para ser testigos valientes del Evangelio. Esto es posible gracias a un empeño constante, para que se desarrolle el germen de la vida nueva bautismal y llegue a su plena madurez.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Fuente:: Mons. Casimiro López Lorente
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