Ante la Navidad 2013
Mons. Atilano Rodríguez El amor de Dios a su pueblo, anunciado en el Antiguo Testamento, tiene su culminación con el nacimiento de Jesús en Belén de Judá. En la humildad y en la pobreza de un niño, Dios se hace visible, cercano y amigo del hombre. En Él, Dios mismo se hace uno de nosotros para compartir nuestra condición humana y para revelarnos el rostro del Padre. Por eso, dirá Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
En la noche de Navidad, los cristianos somos convocados cada año para escuchar la narración de este misterio de amor mediante la escucha de la Palabra de Dios. Así mismo podemos expresar nuestros sentimientos de alegría y gratitud al Padre celestial al contemplar el misterio del nacimiento de su Hijo en los belenes que colocamos en los templos parroquiales o en nuestros propios domicilios. La contemplación del Niño con María y José tiene que impulsarnos a cantar: “Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Venid a adorarlo”.
Pero, no podemos quedarnos en la simple contemplación de este acontecimiento incomparable como si fuese un hecho del pasado sin repercusión en el presente. En la celebración de la Eucaristía, por la acción del Espíritu Santo sobre las especies sacramentales, actualizamos aquel mismo amor que en la encarnación impulsó al Creador del mundo a hacerse pequeño y servidor de todos los hombres.
En la Eucaristía celebramos la presencia real del mismo Cristo que nació en Belén, recorrió los caminos de Galilea anunciando el evangelio del Reino y murió en una cruz para resucitar al tercer día. Jesucristo, antes de padecer en el altar de la cruz, quiso hacerse nuestro alimento espiritual para transformarnos interiormente y para invitarnos a colaborar con Él en la transformación del mundo. Bajo las especies sacramentales es Jesús mismo quien nos entrega su cuerpo y su sangre y quiere entrar en nuestro corazón para formar parte de nuestra vida y para regalarnos su salvación.
Ahora bien, para que esto sea posible, es preciso que estemos dispuestos a acogerlo y nos preparemos espiritualmente para recibirlo, permitiéndole entrar en nuestro interior, en nuestras familias y en nuestras casas. Todos corremos el peligro de vivir distraídos ante esta venida del Señor a nosotros. Podemos estar ocupados en otros aspectos de las celebraciones navideñas y olvidar que el Niño Dios es el verdadero protagonista de la fiesta. Como en la primera Navidad, puede suceder que Dios venga a los suyos para quedarse con ellos y que los suyos no le recibamos.
En la oración de estos días santos, tengamos un recuerdo especial para quienes van a celebrar la Navidad en medio de la violencia y la guerra. Oremos por quienes están tristes y solos, por quienes experimentan la enfermedad y el sufrimiento para que a través de nuestro testimonio creyente descubran al Salvador, que se hace uno de nosotros para compartir nuestras debilidades y para ofrecernos fortaleza, consuelo y esperanza. Que María, la Madre del Dios con nosotros, nos ayude a descubrirlo, amarlo y seguirlo.
Con mis deseos de una santa y feliz Navidad para todos, recibid mi bendición.
+ Atilano Rodríguez,
Obispo de Sigüenza-Guadalajara
Fuente:: Mons. Atilano Rodríguez
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