Ante la ya próxima celebración de la Jornada Anual en favor de la Iglesia Diocesana la Iglesia con todos al servicio de todos

Mons. Manuel Ureña

Mons. Manuel UreñaMons. Manuel Ureña    El día 17 de noviembre, XXXIII domingo del Tiempo Ordinario, celebraremos en España la jornada anual de oración y de colecta en favor de la Iglesia diocesana: esa porción del Pueblo de Dios confiada, como dice el Concilio, a un obispo para que éste la apaciente con la colaboración del  presbiterio, de forma que, unida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que en verdad está y obra eficazmente la Iglesia de Cristo.

La Campaña de comunicación para el sostenimiento económico de la Iglesia, que con tanto acierto lleva a cabo anualmente nuestra Conferencia Episcopal, presenta este año el lema “La Iglesia con todos, al servicio de todos”. El lema en cuestión es, sin duda, sugerente, pero es, sobre todo, verdadero, pues expresa una gran verdad del ser de la Iglesia: el haber sido ésta creada por el Padre en Cristo mediante la acción del Espíritu para estar y permanecer siempre con todos los hombres y al servicio de todos los hombres.

Por tanto, si tal es la condición de la Iglesia de Cristo, entonces la diócesis, que, como iglesia particular, es una expresión sacramental y visible de la Iglesia del Señor, habrá de ser también y necesariamente una Iglesia con todos y al servicio de todos.

Ahora bien, estando la Iglesia diocesana con todos y siendo para todos, ¿quiénes son y cómo son aquellos con los que la Iglesia diocesana está? ¿Qué servicio les ofrece? ¿Es necesaria para los hombres la ayuda que la Iglesia les presta?

Aquellos con los que la Iglesia está son los hombres, que tienen todos la misma naturaleza, una naturaleza ontológica y cualitativamente distinta de la de los restantes seres de la creación visible. Y una naturaleza que es superior a la de éstos, pues sólo los hombres, que participan del ser espiritual de los ángeles, tienen esculpidas en su naturaleza psicofísica la imagen y la semejanza de Dios.

La condición ontológicamente superior de los humanos se manifiesta en que sólo éstos son seres dotados de razón y de voluntad libre, esto es, personas y, por tanto, orientados en su naturaleza hacia Dios. Dicho lacónicamente, el hombre es un ser naturalmente religioso. La religión no es una superestructura advenida al hombre desde fuera de él mismo, sino una determinación inmanente a su ser.

Sin embargo, la grandeza del hombre no significa en modo alguno que la persona humana sea un ser absoluto y totalmente autónomo, pues su autonomía es una autonomía creada y, por ende, relativa. Más todavía: el hombre lleva consigo las huellas, las cicatrices de la herida del pecado, una herida que sigue sangrante y que hace de aquél un ser especialmente débil y necesitado.

Pues bien, la Iglesia diocesana, que vive entre los hombres y comparte con éstos gozos y esperanzas, tristezas y angustias, particularmente con los pobres y con cuantos sufren (cf LG 1), dice de sí misma y verifica con su acción multiforme no haber en el mundo nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón de madre. Y, por ello, aun reconociendo la grandeza del hombre y aceptando su legítima autonomía, ella sale al encuentro del hombre para brindarle su ayuda, para curarle sus heridas y para otorgarle la plenitud a la que aquél aspira y que en modo alguno puede colmar mediante sus propias fuerzas.

Finalmente, respondiendo a la tercera pregunta, a la pregunta sobre si existe una correspondencia directa y necesaria entre el don que la Iglesia ofrece a los hombres y lo que éstos realmente necesitan, fácilmente se advierte que tal correspondencia se da, y se da a priori, pues los hombres de todos los tiempos y de todas las geografías viven hambrientos, sedientos, intrínsecamente necesitados de una salvación y de una redención que Dios, por pura gracia, les ha otorgado en Cristo-Jesús. Y éste muestra su rostro a los hombres desde la faz misma de la Iglesia, que es sacramento, signo visible del Redentor.

Dicho en síntesis, la Iglesia diocesana, que se percibe a sí misma como íntima y realmente solidaria del género humano, está con todos y ha sido instituida por Dios al servicio de todos. Este servicio, esta misión, consiste en el anuncio del Evangelio a los hombres. Y el núcleo del Evangelio, de la Buena Nueva, es justo la persona del  mismo Cristo, el cual, con su muerte en la cruz y con su resurrección gloriosa, destruyó el poder del demonio, obtuvo nuestra reconciliación con el Padre y nos hizo partícipes de la vida divina por la acción del Espíritu.

Toda la actividad de la Iglesia, incluida, por supuesto, la gestión económica, tiende a este fin.

Oremos, pues, por la Iglesia diocesana. Y ayudémosla en sus necesidades materiales. Ayudémosla a que ella pueda ayudarnos, servirnos, manifestarnos al Señor. Como María, muéstranos tú también, Madre Iglesia, en tu palabra, en tus sacramentos, en tus ministerios y en tu oración, el rostro del Señor, el Hijo bendito de María y del Espíritu Santo, el Salvador de todos. Él es el gran tesoro de la Iglesia, la perla preciosa, de incalculable valor, que ella ofrece a todo hombre que viene a este mundo.

† Manuel Ureña,

Arzobispo de Zaragoza

Fuente:: Mons. Manuel Ureña

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