Ciudad del Vaticano, 12 diciembre 2013 (VIS).-”La fraternidad, fundamento y camino para la paz” es el título elegido por el Papa Francisco en su primer Mensaje para la 47 Jornada Mundial de la Paz que se celebra el 1 de enero de 2014. El documento, fechado el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción, consta de diez puntos, incluidos un breve prólogo y una conclusión, intercalados por dos citas bíblicas :“¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) ; «Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8), y seis frases con atributos de la fraternidad: “La fraternidad, fundamento y camino para la paz”, “La fraternidad, premisa para vencer la pobreza”; “El redescubrimiento de la fraternidad en la economía”; ”La fraternidad extingue la guerra”;”La corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad”; “La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza”.
 
Ofrecemos a continuación el texto integral del mensaje
 
 
1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
 
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
 
El número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
 
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas.
 
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos. Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático y egoísta.
 
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa por el otro.
 
¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9)
 
2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
 
Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos.
 
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –»el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Después –nos dice el Génesis– «Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
 
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
 
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
 
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
 
3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
 
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
 
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
 
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.
 
La fraternidad, fundamento y camino para la paz
 
4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la paz. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis .
 
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: «En esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el porvenir común de la humanidad». Este deber concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros.
 
Asimismo, si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común» . Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de poder». Es necesario estar dispuestos a «‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una ‘ayuda’».
 
La solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos», sino como «la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo» , como un hermano. «Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo», para transformarlo.
 
La fraternidad, premisa para vencer la pobreza
 
5. En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es una causa importante de la pobreza. En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas.
 
Además, si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a los «capitales», a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
 
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea cosas propias» , en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».
 
Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente que la relación fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
 
El redescubrimiento de la fraternidad en la economía
 
6. Las graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del «peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación social» .
 
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad humana.
 
La fraternidad extingue la guerra
 
7. Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han sufrido la experiencia denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida infligida a la fraternidad.
 
Muchos son los conflictos armados que se producen en medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de los derechos fundamentales del hombre.
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro del otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la esperanza. «En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad internacional se ha fijado».
 
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de todos, comenzando por el desarme nuclear y químico.
 
No podemos dejar de constatar que los acuerdos internacionales y las leyes nacionales, aunque son necesarias y altamente deseables, no son suficientes por sí solas para proteger a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor de la paz, entre las que se encuentran las de las organizaciones religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva aplicación en el derecho internacional del derecho a la paz, como un derecho humano fundamental, pre-condición necesaria para el ejercicio de todos los otros derechos.
 
La corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad
 
8. El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10). También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar.
 
La fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
 
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones religiosas.
 
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento». Sin embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para todos, también para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23).
 
En el contexto amplio del carácter social del hombre, por lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda reducido a un estado infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido también de cualquier voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más, con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más apoyadas leal y honestamente también por los poderes civiles.
 
La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza
 
9. La familia humana ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está inscrita en ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza, no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras.
 
En particular, el sector agrícola es el sector primario de producción con la vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a la humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción actual es suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los bienes, que es uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene derecho.
 
Conclusión
 
10. La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad.
 
El necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral y de paz.
 
Los cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha venido al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la profundidad del amor de Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado, atrae a todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de mí, poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y hermana.
 
Cristo se dirige al hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón y de su mente. «El primero entre ustedes pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve» –dice Jesucristo–, «yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22,26-27). Así pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad que edifica la paz.
 
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a todos los hombres en esta querida tierra nuestra.
 
Vaticano, 8 de diciembre de 2013.
FRANCISCO
 

Fuente:: News.va

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1_0_754676Además de su profunda repulsa y preocupación por el tráfico de seres humanos, que es «una vergüenza y un crimen contra la humanidad», Francisco dirigió un llamamiento a todos, a los creyentes y no creyentes, a los responsables de la sociedad y de las naciones para aunar fuerzas contra la plaga de la trata de personas. Con su cordial bienvenida a 17 nuevos embajadores ante la Santa Sede, después de dirigir su primer pensamiento a la comunidad internacional, a las múltiples iniciativas que se llevan adelante para promover la paz, el diálogo, las relaciones culturales, políticas, económicas, y para socorrer a las poblaciones probadas por diferentes dificultades, el Papa afrontó el tema la trata de seres humanos, crimen que le preocupa mucho, recordando que los cristianos reconocemos el rostro de Jesucristo en los más necesitados.

«Hoy deseo afrontar con ustedes un tema que me preocupa mucho y que amenaza actualmente la dignidad de las personas: la trata de seres humanos. Es una verdadera forma de esclavitud, lamentablemente cada vez más difundida, que afecta a todos los países, incluso a los más desarrollados, y que afecta a las personas más vulnerables de la sociedad: a mujeres y muchachas, niños y niñas, discapacitados, a los más pobres, a los que provienen de situaciones de desintegración familiar y social. En ellos, de manera especial, los cristianos reconocemos el rostro de Jesucristo, que se ha identificado con los más pequeños y los más necesitados. Otros, que no se refieren a una fe religiosa, en nombre de la común humanidad, comparten la compasión por su sufrimiento, con el compromiso de liberarlos y de aliviar sus heridas».

«La trata de personas es un crimen contra la humanidad», reiteró el Papa Bergoglio, señalando que podemos y debemos aunar esfuerzos para derrotar semejante vergüenza: «Juntos podemos y debemos comprometernos para que sean liberados y se pueda poner fin a este horrible comercio. Se habla de millones de víctimas del trabajo forzoso – trabajo esclavo – la trata de personas con fines de mano de obra y explotación sexual. Todo esto no puede continuar: es una grave violación de los derechos humanos de las víctimas y una afrenta a su dignidad, así como una derrota para la comunidad mundial. Todas las personas de buena voluntad, que se profesen religiosas o no, no pueden permitir que estas mujeres, estos hombres, estos niños sean tratados como objetos, engañados, violados, a menudo vendidos más de una vez, con diferentes propósitos, y, finalmente, asesinados, o de todas maneras, dañados en el cuerpo y la mente, para acabar siendo desechados y abandonados. Es una vergüenza. La trata de personas es un crimen contra la humanidad».

Tras recordar que debemos unir fuerzas para liberar a las víctimas y detener este crimen cada vez más agresivo, que amenaza, además de los individuos, los valores y cimientos de la sociedad y también la seguridad y la justicia internacionales, así como la economía, la estructura familiar y la misma vida social, el Santo Padre destacó la importancia de la responsabilidad y de la urgencia de medidas concertadas, así como de un profundo examen de conciencia en distintos ámbitos nacionales e internacionales:

«Se necesita una toma de responsabilidad común y una voluntad política más decida para lograr vencer en este frente. Responsabilidad hacia los que han caído víctimas de la trata de personas, para tutelar sus derechos, para asegurar su incolumidad y la de sus familiares, para impedir que los corruptos y los criminales eludan la justicia y tengan la última palabra sobre las personas. Una intervención legislativa adecuada en los países de origen, de tránsito y de llegada, también con el fin de facilitar la migración regular, puede reducir el problema.

Los gobiernos y la comunidad internacional, a quienes corresponde principalmente prevenir e impedir este fenómeno, no han dejado de tomar medidas en los distintos niveles para bloquearlo y para proteger y asistir a las víctimas de este crimen, a menudo vinculado con el comercio de drogas, de armas, al transporte de inmigrantes ilegales, a la mafia.

Desafortunadamente, no podemos negar que algunas veces, quedaron contagiados también operadores públicos y miembros de los contingentes que participan en misiones de mantenimiento de la paz. Pero para obtener buenos resultados, es necesario que la acción de contraste incida también en la cultura y la comunicación. Y en este nivel existe la necesidad de un profundo examen de conciencia: ¿cuántas veces, de hecho, toleramos que un ser humano sea considerado como un objeto, expuesto para vender un producto o para satisfacer deseos inmorales? La persona humana nunca debe ser comprada y vendida como una mercancía. Quien la utiliza y la explota, aunque sea indirectamente, se vuelve cómplice de este abuso».

Antes de concluir su intenso y denso discurso, el Santo Padre renovó su exhortación a la comunidad internacional: «He querido compartir estas reflexiones con ustedes sobre una plaga social de nuestro tiempo, porque creo en el valor y la fuerza de un esfuerzo concertado para luchar contra ella. Por consiguiente, exhorto a la comunidad internacional para que llegue a un mayor acuerdo y eficacia en la estrategia contra la trata de personas, para que en todas las partes del mundo, los hombres y las mujeres nunca sean utilizados como un medio, sino que sean siempre respetados en su dignidad inviolable».

(CdM – RV)

Fuente:: SIC

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Mons. Joan PirisMons. Joan Piris    Hoy os quiero reproducir un cuento muy aleccionador de un tal M. Menapace: Cuenta que le pidieron a un científico muy bueno estudiar los problemas de un rosal que pasaba por dificultades en su período de floración. Él tomó las cosas muy en serio. Primero estudió la tierra donde se había plantado el rosal, descubriendo una historia y unos condicionantes negativos en parte: estaba situada cerca de una pared cuyos cimientos dificultaban el camino de las raíces y donde precisamente habían sido arrojados los escombros de la construcción. Además, cuando la lluvia caía sobre aquella parte del tejado se descargaba en el alero que daba justo sobre la planta. No tenía sol por la mañana y en cambio, de tarde, tenía demasiado por el reflejo de la pared encalada que le devolvía el calor duplicado. Había motivos, pues, en la historia previa de aquella tierra y en el espacio que le tocaba compartir. Pero también encontró otros particulares en el mismo rosal y en la historia de su crecimiento: la variedad de la rosa no era la más conveniente para este clima, fue plantada fuera de época y de pequeña había soportado una terrible helada, que por poco acaba con su existencia. ¡Cuántos traumas y condicionantes! ¿Qué se podía hacer? Aparentemente se trataba de circunstancias irreversibles, o ya muy difíciles de cambiar.

De todos modos, los particulares del pasado de la rosa no daban ninguna explicación sobre su finalidad, el para qué de su existencia allí, en ese lugar y en esas condiciones. Y fueron nuevamente al científico queriendo saber para qué estaba justamente allí y no en otro lugar. Porqué el pobre rosal tenía que vivir en esta geografía e historia con tantos condicionantes. Y él, que era un científico de verdad, no un embaucador, les respondió: “Esto no me lo pregunten a mí. Pregúntenselo al jardinero”.

Y era cierto: la respuesta estaba integrada en un plan más amplio que el de la simple historia comprobable de aquella planta. El jardinero tenía un proyecto global que abarcaba todo el jardín. Conocía muy bien lo que el científico descubriría con su ciencia pero, aún así, quiso que la rosa viviera, y que su existencia adornara dolorosamente aquel concreto rincón del jardín, comprometiéndose a vigilar sus ciclos y a defender su vida amenazada. El jardinero estaba totalmente comprometido tanto con la rosa como con la vida y belleza de todo jardín. Ambas realidades dependían de un proyecto nacido en la sabiduría de su corazón, y para el que no bastaba la investigación del científico, que reducía su búsqueda a la mera existencia de la planta, individualmente considerada y en su geografía concreta.

Al médico podrás preguntarle los porqués de tu dolor. Al psicólogo sobre la raíz de tus traumas. Al historiador y al sociólogo por el pasado que te condiciona. Pero el para qué fuiste llamado a la vida aquí y ahora, eso tienes que preguntárselo a Dios, al Jardinero.

Por ello, para descubrir cuál es la vocación a la que hemos sido llamados, debemos buscar la respuesta en Aquel que nos puso en esta vida formando parte de un Proyecto, en Aquel que nos pensó con un sentido, con un para qué, con una misión que cumplir.

Recibid el saludo de vuestro hermano obispo,

+ Joan Piris Frígola,

Obispo de Lleida

Fuente:: Mons. Joan Piris

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Mons. Jesus Sanz MontesMons. Jesús Sanz      Era un rito familiar para estos días que recortaban la luz natural según se iba terminando el año. Entonces sacábamos la caja de latón como quien guarda un libro de historia en imágenes de la gente que más querías. Era más dulce ver las fotos así que el dulce de membrillo que un día llenaba la caja. Y venían las preguntas, los recuerdos, las sonrisas y algunas muecas de lágrimas furtivas. Algo parecido sucede cuando llegas a determinadas fechas que se nos antojan redondas, como si un ciclo de tu vida se cumpliese. Nada hay de ello, porque los ciclos tienen otra cadencia, responden a otros motivos y marcan los hitos de tu propia aventura vital.

Me encuentro celebrando mis diez años de obispo. Es inevitable que uno mire brevemente y de reojo hacia atrás, para traer a la memoria orante y agradecida lo que en este tiempo importante en la biografía personal ha sucedido junto a las personas que el Señor ha puesto a tu vera. Fueron seis años inolvidables y primerizos en aquella tierra noble y bella del Alto Aragón: las diócesis de Huesca y Jaca que me confió pastoralmente el papa Juan Pablo II al nombrarme obispo. Peinaba yo cuarenta y ocho años y llegaba con toda mi inexperiencia episcopal. La paciencia y lealtad de los colaboradores cuyos rostros y nombres no podré olvidar en el sagrario del corazón, me ayudó a dar los primeros pasos como sucesor de los Apóstoles. Ver y escuchar, darme y acoger. Mucho aprendí en lo que acerté a ofrecer con la sabiduría de la que era capaz, y no poco también en los errores que pude cometer sin maldad, con el amor y perdón recíproco de tanta gente de bien.

De allí, el papa Benedicto XVI, me trajo a Asturias como arzobispo de Oviedo. Nueva tierra igualmente noble y bella, con gente también buena que te acoge y acompaña en los vericuetos humanos donde la vida se hace brindis festivo o llanto pesaroso, donde las preguntas concretas que te arañan y provocan piden una respuesta también concreta que ponga bálsamo y acerquen paz bondadosa. Aquí llevo cuatro años ya, en los que he recibido inmerecidamente el afecto y la ayuda de parte de tantos a quienes también deseo querer y ayudar meritoriamente.

Como dije al llegar, he ido siempre por la vida como un cristiano que se sabe peregrino por donde Dios me va conduciendo. Nunca tomé yo con el Señor la iniciativa, sino Él quien me marcó el tiempo y el lugar. Jamás mi felicidad ha sido burlada, usada o mentida por Él, sino que todas las exigencias de mi corazón han encontrado en la paciente y paterna compañía del Buen Dios no un rival sino el más dulce, respetuoso y fiel cómplice de aquello para lo que fui nacido.

Así vine a vosotros, queridos hermanos e hijos de Asturias, en esta vetusta diócesis ovetense. Como en otros tramos de mi camino sucedió, venía sencillamente en el nombre del Señor sin otras credenciales. Vine sin consignas, sin planes conspirados y sin estrategias torcidas. Amo al Señor sobre todas las cosas, amo a la Iglesia con toda mi alma como hijo de San Francisco, amo el tiempo de mi época y a la gente que se me confía. Con todo el cúmulo de mis luces y mis sombras, con las gracias y pecados en mi ligero equipaje, aquí estoy para servirle al Señor y a vosotros diciendo un sí lleno de respeto y cristiano temor, secundando lo que el Señor –a quien entregué mi vida para siempre– vuelve a proponerme como encomienda en su Iglesia.

Ser agradecido, pedir perdón y pedir gracia, me brotan hoy del hondón del alma en este décimo aniversario, como sincera actitud de quien se sabe enviado a vosotros por Quien no soy digno de desatar sus sandalias.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

?@jesussanzmontes

Fuente:: Mons. Jesús Sanz

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Mons. Carlos OsoroMons. Carlos Osoro     Cuando nos estamos preparando para recibir al Señor en la Navidad, haciendo este camino de Adviento, me sigue pareciendo cada día más urgente entrar por el camino de la misericordia y de la conversión. Y es que me siguen impresionando e interpelando cómo, desde la mistad del siglo XX y lo que llevamos del XXI, los Papas nos hablan de cómo hemos de situar la pregunta sobre la misericordia y la llamada a la conversión como centro del anuncio y del camino de la Iglesia. ¡Qué fuerza tienen las palabras de la Virgen María en el canto del Magníficat cuando nos dice, hablándonos de Dios, que “su misericordia alcanza de generación en generación”! Y es que la “misericordia” es el más bello nombre de Dios, es la manera más hermosa de dirigirnos a Él y la llamada más profunda que tenemos para realizar un cambio total de nuestra vida y ponerle otra dirección. De tal manera que misericordia y conversión son dos categorías necesarias para la “nueva evangelización” y, al mismo tiempo, marcan todo un nuevo estilo pastoral.

Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Concilio Vaticano II, alude a un nuevo estilo pastoral con el que hemos de salir los cristianos para lo que siempre hizo la Iglesia, anunciar a Jesucristo. Por ello, nos dice: “la esposa de Jesucristo prefiere emplear la medicina de la misericordia antes que levantar el arma de la severidad”. Un estilo pastoral que ha continuado en la Iglesia. En la traducción que se hizo del título de la encíclica “Dives in misericordia” del Beato Juan Pablo II en la edición alemana, se le decía: “el ser humano amenazado y la fuerza de la compasión”. Hay datos excepcionales del Beato Juan Pablo II que nos hablan de la centralidad que para él tenía la misericordia. Entre ellos, la consagración del mundo a la Divina Misericordia el día 17 de agosto de 2002. O, también, la canonización de la religiosa y mística polaca Faustina Kowalska que en sus escritos caracteriza la misericordia como el mayor y más elevado atributo de Dios y la pone como la perfección divina por excelencia, y que el propio Juan Pablo II, siguiendo una sugerencia de sor Faustina, declara el segundo Domingo de Pascua como el Domingo de la Divina Misericordia. Benedicto XVI profundizará en este tema de la misericordia en la encíclica “Deus caritas est”. El Papa Francisco tiene unas palabras sobre la misericordia que son elocuentes: “Un Dios que se hace cercano por amor, camina con su pueblo y este caminar llega a un punto que es inimaginable… El Señor nos ama con ternura. El Señor conoce aquella bella ciencia de las caricias, aquella ternura de Dios. No ama con palabras. Él se acerca y nos da aquel amor con ternura. ¡Cercanía y ternura!” (Palabras del Papa 7-VI-2013).

En una situación en la que tantos hombres y mujeres que viven con nosotros se sienten desalentados, desesperanzados y desorientados, es importante, diría que fundamental, entregar el mensaje de la misericordia divina en cuanto mensaje de confianza y de esperanza. La misericordia nada tiene que ver con una llamada a una vida suave y merengue, ni nada tiene que ver con la blandura y la falta de energía, ni con la indeterminación o con quien no busca la justicia. La misericordia es una conmoción de tal calado que nos lleva a percibir la presencia de Dios, que nace en lo más profundo de nuestra vida, como un “sí” absoluto a quien sentimos que nos ama sin condiciones, un “sí” que lleva a un cambio total de vida, a una renovación de la mente y del corazón, a una conversión. Cuando no se da esa conmoción, la misericordia es pseudomisericordia. No podemos olvidar la misericordia en el anuncio del Evangelio, pues pertenece a la esencia de Dios mismo, tal y como se nos ha revelado en Jesucristo Nuestro Señor. ¡Qué maravilla es descubrir que la justicia de Dios es su misericordia!

El grito de la misericordia y de la conversión, he de decir con fuerza que tiene muchos oyentes hoy. Diría que casi todos los hombres tienen unos oídos y, diría más, un corazón que escucha esos gritos. Y más, cuando vienen y llegan de Alguien que es más que nosotros mismos. Por ello, los comportamientos de sangre fría, la confrontación permanente, la aniquilación del otro, la indiferencia, la frialdad, los individualismos, la violencia, las torturas, las catástrofes naturales, el hambre de muchos hombres y mujeres de este mundo, la vida de los niños en peligro por no tener lo mínimo para subsistir, hemos de decir con todas nuestras fuerzas que hoy desencadenan olas de empatía y de altruismo, pues de la misericordia y de la conversión tienen hambre todos los hombres. Otra cosa es que no hayan descubierto de dónde mana la verdadera misericordia y conversión. Hoy, la compasión, la misericordia y la conversión, no son extrañas, hay empatía y son necesitadas por los hombres, pues, cuando faltan, no podemos vivir. Impresiona descubrir cómo el Antiguo Testamento presenta a Dios como un Dios clemente y misericordioso (Sal 86, 15) y cómo el Nuevo Testamento llama a Dios “padre compasivo y Dios de todo consuelo” (2 Cor 1, 3).

¡Qué fuerza tiene para el hombre descubrir que la soberanía de Dios se muestra, sobre todo, en el perdón y en la absolución! Perdonar y absolver de culpa solamente es posible para quien se encuentra por encima de las exigencias de la mera justicia y puede indultar a otro del castigo justo y conceder la posibilidad de un nuevo comienzo. Y esto solamente lo puede hacer Dios. Misericordia y conversión van unidas. La misericordia de Dios protege, fomenta, recrea y fundamenta la vida, llama siempre al ser humano a una nueva vida, a la conversión. La misericordia de Dios quiere dar siempre vida, más vida siempre. Y, por ello, se muestra solícito con los débiles y los pobres, pues su misericordia no consiente la opresión, la marginación, la explotación; pide, precisamente, la justicia y el derecho. ¡Qué fuerza tienen para entender la misericordia y la conversión aquellas palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos cuando recapitula la fascinante novedad y la totalidad del Evangelio con estas palabras: “Se ha cumplido el plazo y está cerca el reinado de Dios. Arrepentíos y creed en la Buena Noticia” (Mc 1, 14)! El reino de Dios irrumpe y elimina los poderes que dañan la vida de los hombres. Por otra parte, Nuestro Señor Jesucristo abre el acceso a Dios a todos los hombres, no es para unos pocos, es para todos, hay sitio para todos. La oración del Padrenuestro expresa el centro del mensaje de Dios como Padre misericordioso.

La misericordia que pide también la conversión nos hace vivir, como dice el Papa Francisco, “una Iglesia en salida… Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están… El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo” (Cfr. Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 20, 25, 26). Hoy, ante la terrible crisis que tiene muchas manifestaciones: economía, personal, institucional, profesional, educativa, política, etc., necesitamos gestos de compromiso por la justicia social, ejercicio de la compasión y de la solidaridad, de respeto, concordia, de búsqueda de todos juntos, de presentar modelos de vida verdaderamente samaritanos, de transmisión de valores y contenidos auténticos, de entender la política como una forma real de caridad. Dejémonos sorprender por Nuestro Señor Jesucristo: nos cambia, nos transforma, nos purifica, nos lanza a vivir para los demás y a su servicio.

Con gran afecto os bendice

+ Carlos Osoro,

Arzobispo de Valencia

Fuente:: Mons. Carlos Osoro

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Adviento = Vivir con esperanzaMons. Francesc Pardo i Artigas     Durante el tiempo de adviento nos ponemos en la piel de aquellos profetas del pueblo de Israel que esperaban y hablaban ansiosamente la venida del Mesías, el liberador, el salvador. 

Lo esperaban, hablaban y anunciaban en situaciones personales y sociales muy difíciles, que no invitaban a la esperanza, a confiar en que se cumplirían las promesas de Dios. Lo hacían por medio de un lenguaje poético, como Isaías, que todavía hoy nos impresiona. Recordad aquello de “El leopardo se tumbará con el cabrito, el niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente… Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra…”. 

Constato que hoy en día muchas personas están faltas de esperanza. Vivimos en una sociedad necesitada de esperanza. Algún autor ha podido decir que “el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas y, si no somos capaces de evitarlo, también lo será el siglo XXI”. El Papa Benedicto lo sabía, y por eso escribió una carta que lleva por título Spes Salvi(salvados por la esperanza). 

Algunas muestras de desesperanza:

        La vida de las personas se vuelve cada día más insensible y mortecina. Poco a poco vamos perdiendo ánimo y entusiasmo. La persona hace más o menos lo que tiene que hacer, pero su vida no le llena. Además, todos sabemos que se están viviendo una serie de hechos trágicos a escala personal y colectiva, que no aportan esperanza alguna.

        La persona vive satisfecha con lo que ha conseguido, pero no espera nada de si misma, ni de la vida, ni de los demás. “Se va tirando…” sin otra perspectiva.

        La persona esta cansada. La vida se hace pesada y aburrida, y el hombre y la mujer se sienten angustiados por el peso de la vida. Poco a poco se vuelven indiferentes a todo y a todos, y perezosos.

       La falta de alegría. La persona no le encuentra gusto a nada. Cada día se ve más incapaz de saborear la belleza, la bondad, la riqueza de la vida. No es capaz de ver el lado positivo de la existencia. La tristeza y el mal humor se van enquistando en su corazón.

        En otros momentos lo que se constata es un vacío. La persona se vuelve más y más frívola y superficial. Se resiste a cualquier tipo de esfuerzo y sacrificio. La persona envejece interiormente.

        Otro rostro de la desesperanza es no tener finalidad u objetivo alguno, no querer correr riesgo alguno, y sencillamente dejarse llevar por la vida.

        Dios se ha convertido en el gran ausente. Pero el silencio sobre Dios arrastra el silencio del porqué y hacia dónde va la vida. El silencio sobre Dios arrastra el silencio sobre el hombre. El silencio sobre Dios provoca que el hombre, buscador de vida, felicidad y sentido, se fabrique sus propios dioses. 

El adviento nos estimula hacia la esperanza. ¿Qué y porqué podemos esperar? Puede que no haya muchos motivos o que no los sepamos descubrir. 

¿Qué o a quién podemos esperar? El adviento nos invita a esperar la manifestación de la venida de Jesucristo, el Salvador, a nosotros y a nuestro mundo, que, transformando y moldeando nuestra vida, cambia radicalmente las situaciones de desamor, de injusticia, de falta de sentido, de egoísmo, de violencia, de miedo. 

¿Porqué? Debemos hallar el fundamento en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, y no tanto en nuestras posibilidades humanas. Porque Jesucristo ha compartido nuestra humanidad y ha vencido el pecado, el mal y la muerte, es posible esperar. Es por eso que, también podemos confiar que Él hace posible que seamos portadores de esperanza desde nuestra vida concreta. 

Ahora bien, hemos de esperar luchando y trabajando para cambiar la vida de las personas y de los pueblos haciendo nuestras las imágenes de los profetas. 

Y hemos de esperar juntos, ayudándonos y sosteniéndonos, formando Iglesia, el pueblo de la esperanza. 

+ Francesc Pardo i Artigas

Obispo de Girona

Fuente:: Mons. Francesc Pardo i Artigas

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Adviento = Vivir con esperanzaMons. Francesc Pardo i Artigas     Durante el tiempo de adviento nos ponemos en la piel de aquellos profetas del pueblo de Israel que esperaban y hablaban ansiosamente la venida del Mesías, el liberador, el salvador. 

Lo esperaban, hablaban y anunciaban en situaciones personales y sociales muy difíciles, que no invitaban a la esperanza, a confiar en que se cumplirían las promesas de Dios. Lo hacían por medio de un lenguaje poético, como Isaías, que todavía hoy nos impresiona. Recordad aquello de “El leopardo se tumbará con el cabrito, el niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente… Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra…”. 

Constato que hoy en día muchas personas están faltas de esperanza. Vivimos en una sociedad necesitada de esperanza. Algún autor ha podido decir que “el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas y, si no somos capaces de evitarlo, también lo será el siglo XXI”. El Papa Benedicto lo sabía, y por eso escribió una carta que lleva por título Spes Salvi(salvados por la esperanza). 

Algunas muestras de desesperanza:

        La vida de las personas se vuelve cada día más insensible y mortecina. Poco a poco vamos perdiendo ánimo y entusiasmo. La persona hace más o menos lo que tiene que hacer, pero su vida no le llena. Además, todos sabemos que se están viviendo una serie de hechos trágicos a escala personal y colectiva, que no aportan esperanza alguna.

        La persona vive satisfecha con lo que ha conseguido, pero no espera nada de si misma, ni de la vida, ni de los demás. “Se va tirando…” sin otra perspectiva.

        La persona esta cansada. La vida se hace pesada y aburrida, y el hombre y la mujer se sienten angustiados por el peso de la vida. Poco a poco se vuelven indiferentes a todo y a todos, y perezosos.

       La falta de alegría. La persona no le encuentra gusto a nada. Cada día se ve más incapaz de saborear la belleza, la bondad, la riqueza de la vida. No es capaz de ver el lado positivo de la existencia. La tristeza y el mal humor se van enquistando en su corazón.

        En otros momentos lo que se constata es un vacío. La persona se vuelve más y más frívola y superficial. Se resiste a cualquier tipo de esfuerzo y sacrificio. La persona envejece interiormente.

        Otro rostro de la desesperanza es no tener finalidad u objetivo alguno, no querer correr riesgo alguno, y sencillamente dejarse llevar por la vida.

        Dios se ha convertido en el gran ausente. Pero el silencio sobre Dios arrastra el silencio del porqué y hacia dónde va la vida. El silencio sobre Dios arrastra el silencio sobre el hombre. El silencio sobre Dios provoca que el hombre, buscador de vida, felicidad y sentido, se fabrique sus propios dioses. 

El adviento nos estimula hacia la esperanza. ¿Qué y porqué podemos esperar? Puede que no haya muchos motivos o que no los sepamos descubrir. 

¿Qué o a quién podemos esperar? El adviento nos invita a esperar la manifestación de la venida de Jesucristo, el Salvador, a nosotros y a nuestro mundo, que, transformando y moldeando nuestra vida, cambia radicalmente las situaciones de desamor, de injusticia, de falta de sentido, de egoísmo, de violencia, de miedo. 

¿Porqué? Debemos hallar el fundamento en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, y no tanto en nuestras posibilidades humanas. Porque Jesucristo ha compartido nuestra humanidad y ha vencido el pecado, el mal y la muerte, es posible esperar. Es por eso que, también podemos confiar que Él hace posible que seamos portadores de esperanza desde nuestra vida concreta. 

Ahora bien, hemos de esperar luchando y trabajando para cambiar la vida de las personas y de los pueblos haciendo nuestras las imágenes de los profetas. 

Y hemos de esperar juntos, ayudándonos y sosteniéndonos, formando Iglesia, el pueblo de la esperanza. 

+ Francesc Pardo i Artigas

Obispo de Girona

Fuente:: Mons. Francesc Pardo i Artigas

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Mons. Saiz Meneses Mons. Àngel Saiz Meneses    La Palabra de Dios siempre es luz que ilumina nuestra pobre realidad, a menudo  compleja y ambigua, especialmente en estos tiempos de crisis económica y de sufrimiento para tantas personas. Debo decir que no tengo nada contra el clima de fiesta que antecede y acompaña las fiestas navideñas. Pero, con toda humildad, he de decir que una fiesta cristiana para nosotros no puede reducirse a una simple fiesta consumista. Hay una alegría, austera y solidaria, de la fe, que es la que deseo para mis diocesanos y para mí. Deseo una fiesta, pero no al precio del consumismo.

Os invito a preguntarnos en qué y en quiénes ponemos nuestra esperanza. Los profetas son maestros en distinguir los signos y las huellas de la presencia activa y liberadora de Dios en la historia humana. Por esto me atrevo a pediros que escuchemos a los profetas.

Los signos de la presencia de Dios son signos de vida y de humanización; devuelven a las personas su dignidad personal, social y religiosa; proceden del amor tierno y misericordioso de Dios. De este amor, para nuestra sociedad de hoy, es un testigo privilegiado nuestro buen papa Francisco. Es un tan buen portavoz de la misericordia de Dios, que no ha dudado en confesar en público que leía, y con mucho provecho, un libro del cardenal Walter Kasper sobre el tema. Este reconocido teólogo, que ha estado recientemente entre nosotros, nos ha ofrecido un precioso estudio sobre el Dios misericordioso en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.

El Papa Francisco es hoy un profeta de la misericordia de Dios. Pero, en el clima de Adviento, pienso también que nos ayudan dos profetas bíblicos. Uno es Isaías. Su lectura de hoy es capaz de emocionarnos hasta las lágrimas, en estos tiempos de crisis. ¡Que gran poeta, además de profeta, era Isaías, como nos demostró la tesis doctoral del padre Alonso Schökel!

¡Cómo necesitamos oír hoy, en esta hora de cruz para tantas personas sus expresiones de esperanza y de vida! “El desierto y el yermo se regocijarán,/ se alegrarán el páramo y la estepa/, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría!” El ambiente que describe Isaías ya no es de derrota sino de alegría esperanzada: “Vendrán a Sión con cánticos:/ en cabeza, alegría perpetua;/ siguiéndolos, gozo y alegría”. El poema se convierte en un símbolo del camino de Adviento.

En medio de las sequedades y los peligros del desierto, la figura de Juan Bautista, elogiada por Cristo en el Evangelio de este domingo, nos invita a su vez a ser solidarios, a compartir, a “fortalecer las manos débiles/ y a robustecer las rodillas vacilantes/, a decir a decir a los cobardes de corazón:/ ‘Sed fuertes, no temáis/ mirad a vuestro Dios,/ que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará”.

Esta es la “pequeña y fuerte” esperanza del Adviento: alcanzar a ver “la gloria del Señor/ y la belleza de nuestro Dios”, reflejada en el rostro de Jesucristo.

Ante la Navidad, os invito a ser sobrios, alegres y solidarios. Deseo hacer llegar mi anticipada y agradecida alegría de la Navidad, a todos cuantos dan muestras de una solidaridad afectiva y efectiva, por medio de las Cáritas y de tantas obras similares que trabajan ejemplarmente en nuestra diócesis a favor de los más necesitados.

+ Josep Àngel Saiz Meneses

Obispo de Terrassa

Fuente:: Mons. Josep Àngel Saiz Meneses

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Mons. Atilano RodríguezMons. Atilano Rodríguez     El martes, día 3 de diciembre, la Agencia Fides publicaba unas declaraciones del Patriarca Melquita de Antioquía y de todo el Oriente Medio, Gregorio III Laham.  Sus palabras ponían al descubierto la creciente preocupación del pastor por la violenta invasión de la ciudad cristiana de Maalula, situada a 40 kilómetros al norte de Damasco, por parte de grupos fundamentalistas islámicos. Estos grupos armados, además de sembrar el terror en la población, habían secuestrado a 12 religiosas del monasterio de Santa Tecla, cuyo paradero se desconoce.

El Patriarca solicitaba ayuda ante la situación de indefensión en la que se encuentra la población, nos ofrecía el testimonio martirial de tres cristianos asesinados por negarse a renunciar a su fe y manifestaba la valiente determinación de los cristianos sirios de “permanecer en aquella bendita tierra, cuna del cristianismo, para dar testimonio del Evangelio y para construir un mundo nuevo y un futuro mejor para la juventud, aún a costa del martirio y del martirio de sangre”.

Estas dramáticas declaraciones del Patriarca tendrían que ayudarnos a tomar conciencia de la realidad de violencia que sufren tantas personas en nuestros días en distintas zonas del mundo como consecuencia del fanatismo religioso y de oscuros intereses políticos. Además, deberían impulsar a todos los gobiernos del mundo, no sólo a denunciar estos y otros hechos similares, sino a poner los medios para que el derecho a la vida y a la libertad religiosa de todos los hombres no se quede en la simple firma de unos papeles, sino que obligue al respecto escrupuloso de los mismos. Los intereses económicos y financieros no pueden prevalecer sobre el derecho a la vida y sobre el derecho de todo ciudadano a confesar públicamente sus convicciones religiosas.

Tendríamos que preguntarnos: ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI, el siglo de la democracia y de las libertades, haya gobiernos que estén financiando económicamente la venta de armas a estos grupos radicales?. ¿Qué papel juegan los organismos internacionales en las relaciones con aquellos países que violan sistemáticamente los derechos humanos, aunque los hayan firmado en su día? ¿Cómo pueden quedar sin castigo las torturas, amenazas y secuestros de cristianos o de miembros de otras religiones por el siempre hecho de confesar y celebrar su fe?

Al no encontrar respuestas fundadas para estas preguntas, uno llega a pensar que hemos perdido la capacidad de conmovernos ante el sufrimiento de los demás. El Papa Francisco lo dice muy acertadamente cuando señala en su reciente Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio”: “Casi, sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (EG 54).

Estamos viviendo el tiempo de Adviento, tiempo de preparación para recibir al Señor y momento de esperanza por la presencia entre nosotros del Príncipe de la paz. Pidámosle con fe y confianza que se cumpla en nuestros días la profecía de Isaías, cuando anunciaba el advenimiento de unos tiempos nuevos, en los que las armas se transformarían en arados, las lanzas en podaderas, los pueblos ya no levantarían la espada contra otros pueblos y los hombres no se adiestrarían más para la guerra sino para la paz.

Con mi sincero afecto, que la paz del Señor inunde nuestros corazones.

+Atilano Rodríguez,

Obispo de Sigüenza-Guadalajara

Fuente:: Mons. Atilano Rodríguez

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Zamora Catálogo CatedralEl delegado para el Patrimonio y director del Museo Catedralicio en la diócesis de Zamora, el canónigo José Ángel Rivera de las Heras, ha presentado el libro Catálogo de las pinturas de la Catedral de Zamora, una publicación que recoge en 173 páginas la investigación realizada por el sacerdote de todas las pinturas de la Catedral y el Museo Catedralicio.

“A lo largo de los siglos la Catedral ha ido acumulando obras de gran valor. Unas veces adquiridas por el cabildo, otras han sido donadas por los canónigos o los obispos y también por particulares”, explicaba Rivera de las Heras este miércoles día 11 de diciembre durante su presentación. Y ha calificado de “excelente” el conjunto artístico estudiado, enmarcado entre los siglos XIV y XIX.

El autor se ha preocupado de realizar un riguroso estudio científico y ha recogido toda la información existente de cada una de las pinturas: “he situado a los autores en sus escuelas, he formulado también algunas atribuciones, he estudiado las fuentes utilizadas y he consultado toda la biografía local, nacional e internacional concerniente a las obras y a los autores”.

Autores como Blas de UñaAlonso de RemesalTomás MachadoAntonio Novoa o Luca Giordano, de diferentes escuelas de España y de Europa, conforman un legado pictórico de gran calidad. En este sentido, José Ángel Rivera de las Heras ha estacado que la mayor parte de las pinturas están debidamente restauradas y que el Cabildo continuará restaurando su patrimonio pictórico, cuyo estado general de conservación es “bueno”.

Por otra parte, Rivera de las Heras ha recalcado que se ha pretendido ofrecer “un buen material fotográfico” en color y así, por ejemplo, se recoge el retablo de la capilla de San Ildefonso tanto antes como después de ser restaurada.

El delegado diocesano para el Patrimonio ha asegurado que la obra es producto de un año de investigación “en mis horas libres” y que el esfuerzo invertido es un “servicio al Cabildo, a la Iglesia diocesana y a toda la sociedad”, por lo que no recibirá ninguna remuneración económica.

Por su parte, el deán de la Catedral, Juan González, ha recalcado que no sólo se trata de un conjunto pictórico de alta calidad el de la Catedral, sino que el contenido y el sentido del mismo es “religioso” y una manifestación de fe.

Se han editado 1.000 ejemplares de este nuevo libro que se podrá comprar por un precio de 25 euros en la Librería Diocesana (en la Casa de la Iglesia, Seminario San Atilano) así como en el resto de establecimientos libreros de la ciudad.

Fuente:: SIC

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