Nairobi (Miércoles, 22-01-2014, Gaudium Press) Largas filas, sellos, pasaportes, un cuidadoso procedimiento para detectar metales. Solo después de eso fue que finalmente alcanzamos nuestra puerta de embarque de número 2.
Las personas iban llegando ahora más rápidamente y luego atravesaríamos el «tubo» que, finalmente, nos llevaría al avión, con destino al Brasil.
Una señora me abordó preguntando en un francés con acento característico de algún país de África Central:
-¿Aquí es el embarque número 22?
Expliqué que no. Pero ella continuó:
-¡Ah! ¿Usted es brasileño?
-¡Sí! Respondí.
-¿Usted vio, el rayo que se abatió sobre el [Cristo] Redentor?
Debido a lo inusitado de la pregunta, demoré algunos instantes para entender qué asunto ella estaba intentando levantar conmigo.
Menos mal que, antes de dirigirme a esa sala de espera, encendí la computadora aprovechando un resto de tarjeta de una wi-fi y había leído noticias sobre el tema en torno al cual ella quería sostener una conversación.
Después de un momento, sorprendido, respondí medio que por instinto:
-¡Sí! ¿Usted también vio?
Ella respondió afirmativamente con un consentimiento de cabeza y un semblante que mostraba preocupación con la noticia.
La desconocida e inesperada interlocutora continuó su interrogatorio con aquella mística muy propia de los pueblos africanos:
-¿Usted cree que fue un buen o un mal presagio?
Ahí, realmente me quedé confundido: no había analizado el hecho por ese ángulo.
Francamente: en el aeropuerto de Nairobi, una ventana para varias partes del mundo, aquella pregunta sobre un hecho ocurrido en Brasil hace algunos días y con esa repercusión… teológica. Estuve confuso y confieso que demoré, repito, un tanto para rehacerme del inopinado que se me presentaba.
Busqué, dentro de las noticias que había leído, hacer a mi interlocutora entender que, en Brasil, estamos exactamente en el período del verano y que las tempestades son, entonces, muy frecuentes. Y que ellas difieren mucho de esas tormentas de algunos países africanos, donde la lluvia cae sin rayos o truenos. Y, le dije más: nuestro Cristo Redentor está en un punto muy alto, en la ciudad de Río de Janeiro y allá, frecuentemente, los rayos caen sobre los lindos morros redondeados que circundan la bahía.
Pero, yo vi que ella no estaba satisfecha con mis explicaciones cuando argumentó seria, firme y serena:
-Sí, pero Él es la propia imagen de Dios, con sus brazos abiertos, que protege el Brasil y el mundo… ¡Es el símbolo de la protección! Por algún motivo Dios permitió que eso ocurriese y que la mano derecha de la imagen tuviese sus dedos dañados…
Yo oía atento aquel francés que me agradaba tanto, expresado en aquel rostro lleno de misterio, en aquellos ojos cargados de fe:
-Sabe, señor, en mi tribu las manos representan, como ya le expliqué: la lucha, la bendición, el cariño, el camino indicado. Cuando ellas se enferman, todo eso deja de existir… ¡especialmente cuando se trata de la mano derecha!
Yo no quería y no podía dejarla sin una respuesta de carácter metafísico, para, de algún modo, no apagar en aquella alma esa visión sobrenatural existente en esos pueblos de ese lado del mundo.
-¡Vea bien, señora! Las manos de nuestro Cristo Redentor, universalmente conocido tomó sobre sí el peso del rayo, que podría haber alcanzado otro punto del Santuario. Él fue el escudo…
¡No sirvió! Gabrielle, este era su nombre, continuó diciendo, en tono de consuelo, más que de presagio:
– ¡Ah! ¡Señor, así espero que sea! Así espero. Y deseo que no sea lo que conocemos a través de nuestros antepasados: la mano se enfermó…
Me asusté nuevamente. Esta vez porque oía mi nombre por los alto-parlantes del aeropuerto…
La «conversación» me distrajo, el tiempo pasó: todos ya habían embarcado, menos yo.
Me despedí rápidamente y corrí para el avión, sin olvidarla.
16 horas después, con escala en Johannesburgo, llegamos al Brasil. Yo todavía pensaba en las palabras de Gabrielle, con quien había hablado en Nairobi…
Gaudium Press / Lucas Miguel Lihue