Embajadores de Dios, modelos para los hombres
Nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros; ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.
Papa Benedicto XVI
Retrato oficial de Pablo VI, tomado a principios de la década de 1960
¿Qué es un ángel? La Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los arcángeles acaban con la palabra «el», que significa «Dios». Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza. Su verdadera naturaleza es estar en Él y para Él.
Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el Cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre.
En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos. Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros; ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios. […]
Miguel: defensor de la causa de Dios
Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, San Miguel. En la Sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el Libro de Daniel, en la Carta del apóstol San Judas Tadeo y en el Apocalipsis. […] Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la «serpiente antigua» (Ap 12, 9), como dice San Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de Él.
Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios» (12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona. […]
Gabriel: explorador de los corazones
Al arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la Encarnación de Dios a María, como nos lo refiere San Lucas (cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la Encarnación de Dios. Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su «sí» a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.
En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al «ángel» de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de todos los tiempos: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la Encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos. Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos sobre Cristo en la Carta a los efesios y en la Carta a los colosenses. Cristo llama.
También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación del universo. Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.
Rafael: bálsamo contra las llagas del pecado
San Rafael se nos presenta, sobre todo en el Libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.
El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre. […]
En segundo lugar, el Libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios.
Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo. ◊
Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
Homilía en la fiesta de los arcángeles
Miguel, Gabriel y Rafael, 29/9/2007.