La verdadera fraternidad
La caridad jamás podrá redundar en daño para la fe. Así, la auténtica unión entre los hombres sólo puede existir en la única Iglesia de Cristo, que la fundó para la salvación de todos.
Papa Pío XI
Quizá en el pasado no haya sucedido nunca que el corazón de los hombres fuera tomado como en la actualidad por un deseo tan vivo de fortalecer y extender al bien común de la sociedad humana las relaciones de fraternidad que nos unen, en virtud de nuestro mismo origen y naturaleza.
De hecho, las naciones aún no gozan plenamente de los dones de la paz; antes bien, en varios lugares discordias viejas y nuevas provocan el estallido de sediciones y guerras civiles; además, tampoco se pueden dirimir las numerosísimas controversias que afectan a la tranquilidad y la prosperidad de los pueblos sin la acción conjunta y los esfuerzos de los jefes de Estado y de quienes gestionan y persiguen sus intereses. Por tanto, se entiende fácilmente —mucho más conviniendo todos en la unidad del género humano— por qué son tantos los que anhelan ver, en nombre de esta fraternidad universal, a las naciones cada vez más unidas entre sí.
La falsa doctrina del fundamento común
Un objetivo muy similar que algunos se esfuerzan por conseguir con respecto a la ordenación de la Nueva Ley promulgada por Cristo, nuestro Señor.
Convencidos de que es muy raro encontrar hombres desprovistos de todo sentimiento religioso, parecen alimentar la esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de ciertas doctrinas, consideradas fundamento común de la vida espiritual. Por eso suelen organizar congresos, reuniones, conferencias, con un número considerable de oyentes, e invitar a sus debates a todos indistintamente: infieles de todo género, cristianos e incluso aquellos que, lamentablemente, se separaron de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.
Tales emprendimientos no pueden obtener, de ninguna manera, la aprobación de los católicos, ya que se basan en la falsa teoría de que todas las religiones son más o menos buenas y loables, pues, aunque de distinto modo, todas manifiestan y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento que nos acerca a Dios y nos impulsa a reconocer con respeto su poder.
En realidad, los partidarios de tal opinión no sólo yerran y se engañan, sino que además rechazan la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, y derivan paso a paso hacia el naturalismo y el ateísmo; de donde se sigue claramente que quienes se adhieren a semejantes doctrinas están apartándose de la religión revelada por Dios. […]
El hombre deber creer de modo absoluto en la Revelación
No puede haber religión verdadera fuera de la que se funda en la palabra revelada por Dios.
Revelación que, comenzada desde el principio y continuada durante la Ley Antigua, fue perfeccionada por el mismo Jesucristo con la Nueva Ley. Ahora bien, si Dios ha hablado —y la Historia da testimonio de que sin duda habló— es evidente que es deber del hombre creer absolutamente en la revelación divina y obedecer en todo sus mandamientos. Y con el fin de que pudiéramos cumplir debidamente lo uno y lo otro, para gloria de Dios y salvación nuestra, el Hijo unigénito de Dios fundó su Iglesia en la tierra. […]
Esta Iglesia tan admirablemente constituida, no podía cesar ni extinguirse con la muerte de su Fundador y de los Apóstoles, que fueron los primeros en propagarla, ya que a ella se le había confiado el mandato de conducir a todos los hombres a la salvación eterna, sin distinción de tiempo ni lugar: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19).
Y en el ininterrumpido cumplimiento de esta misión, ¿acaso le faltaría a la Iglesia el valor y la eficacia, hallándose perpetuamente asistida por el propio Cristo, que solemnemente prometió: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20)?
Por consiguiente, la Iglesia de Cristo no sólo ha de existir necesariamente hoy y siempre, sino que también ha de ser exactamente la misma que fue en los tiempos apostólicos; a menos que queramos decir —y de ello estamos muy lejos— que Cristo, nuestro Señor, no cumplió su propósito o que se equivocó cuando dijo que las puertas del Infierno no prevalecerían contra ella (cf. Mt 16, 18). […]
En esas condiciones, huelga decir que la Sede Apostólica no puede en modo alguno participar en dichos congresos, ni de ninguna manera pueden los católicos apoyar o favorecer semejantes iniciativas; si lo hicieran, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única Iglesia de Cristo.
La verdad revelada no admite transacciones
¿Pero podríamos soportar —cosa que sería el colmo de la iniquidad— que la verdad, la verdad divinamente revelada, se rindiera y entrara en transacciones? Porque, precisamente, lo que se trata aquí es de defender la verdad revelada.
Cristo envió a los Apóstoles por el mundo entero para que instruyeran en la fe evangélica a todas las naciones; y para preservarlos de todo error, quiso que el Espíritu Santo les enseñara previamente toda la verdad (cf. Jn 16, 13). ¿Acaso esta doctrina de los Apóstoles ha venido por completo a menos o siquiera se ha debilitado alguna vez en la Iglesia, a quien Dios mismo asiste dirigiéndola y custodiándola? Si nuestro Redentor declaró expresamente que su Evangelio está destinado no sólo a los tiempos apostólicos, sino también a las edades futuras, ¿se habrá vuelto tan oscura e incierta la doctrina de la fe como para que hoy sea conveniente tolerar en ella hasta opiniones contradictorias?
Si fuera cierto esto, también habría que decir que tanto la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles como la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia e incluso la propia predicación de Jesucristo habrían perdido, desde hace muchos siglos, toda su eficacia y toda su utilidad: una afirmación evidentemente blasfema. […]
El fundamento de la caridad es una fe íntegra y sincera
Puede parecer que dichos «pancristianos», tan ocupados en unir las iglesias, persigan el nobilísimo objetivo de fomentar la caridad entre todos los cristianos; pero ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de la fe?
Nadie ignora, ciertamente, que San Juan, el apóstol de la caridad —que en su Evangelio parece revelarnos los secretos del Sagrado Corazón de Jesús y que siempre solía inculcar en sus discípulos el nuevo precepto: «amaos los unos a los otros»—, prohibió cualquier trato y comunicación con aquellos que no profesaban la íntegra y pura doctrina de Cristo: «Si os visita alguno que no trae esa doctrina, no lo recibáis en casa ni le deis la bienvenida» (2 Jn 1, 10).
Así, ya que la caridad tiene por fundamento una fe íntegra y sincera, es necesario que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente por el vínculo de la unidad de la fe. […]
Se comprende, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca que sus fieles asistan a los congresos acatólicos; de hecho, la unidad de los cristianos no puede fomentarse más que procurando el regreso de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día tuvieron la desgracia de separarse; a esa única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen y que, por voluntad de su Fundador, debe permanecer siempre como Él mismo la instituyó para la salvación de todos. ◊
Fragmentos de: PÍO XI.
«Mortalium animos», 6/1/1928.
Traducción: Heraldos del Evangelio.