Medalla de la Inmaculada Concepción
¡Déjese guiar por la Inmaculada Concepción! Bajo su amparo encontrará la paz.
La mismísima Madre de Dios velará por usted en todas las cosas y lo arreglará todo; le socorrerá con prontitud en sus necesidades corporales y espirituales y le librará de todas las angustias y dificultades.
Éstos son algunos de los consejos que podemos encontrar en los escritos de San Maximiliano Kolbe, gran devoto de la Virgen y fundador de la Milicia de la Inmaculada.
Con esa fe en la protección de la Inmaculada Concepción y en la confiada certeza de su eficaz auxilio, hemos acuñado especialmente esta medalla.
Demuestre su cariño a la Santísima Virgen, colgándosela hoy mismo al cuello.
No han sido pocas las ocasiones en las que María Santísima, como dadivosa Madre, concede a los que llevan su medalla con fe y amor todo lo que necesitan, incluso antes que se le pida.
Necesitamos que nos ayude a divulgarla, pues al igual que usted y nosotros, un número cada vez mayor de familias espera, como única solución a sus problemas personales de las familias y del mundo, una ayuda eficaz de Dios y de Nuestra Señora.
Junto a la medalla encontrará un librito con la Novena a la Inmaculada Concepción. No deje de rezarla.
Decía el santo Cura d’Ars que «el corazón de esta buena Madre no es sino amor y misericordia, no desea otra cosa que vernos felices. Sólo basta que nos dirijamos a Ella para que seamos escuchados» (B. Nodet, El pensamiento y el alma del Cura d’Ars. Turín, 1967, p. 307).
Por eso, empiece hoy mismo la novena y preséntele a María Santísima sus peticiones más apremiantes, ya sean espirituales o materiales, así como las necesidades de sus familiares y amigos.
No se olvide de rogar también por la Santa Iglesia y por nuestro país, que tanto lo necesitan.
Esta hermosa medalla de la Inmaculada Concepción representa una de las advocaciones más bonitas de la Virgen y es una devoción muy arraigada en nuestro pueblo cristiano, muy anterior a su proclamación como verdad de fe, hecha por el Beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1854.
El Dogma de la Inmaculada Concepción nos enseña que «la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del género humano«.
No obstante, este admirable privilegio ya había sido defendido por innumerables santos a lo largo de todos los siglos de la historia de la Iglesia.
El Apóstol San Andrés, por ejemplo, ante el procónsul Egeo, así se expresaba a respecto de María: «Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciera de una Virgen igualmente inmaculada». (Carta del martirio de Andrés, Z-C. Jourdain, Somme des Grandeurs de Marie, Ed. Hippolyte Walzer. París, 1900, Vol. 1, pp. 296-297).
Recientemente nos contaron un breve episodio a propósito de la Inmaculada Concepción, que explica muy bien y de manera sencilla esa verdad de fe y que no resistimos en colocar aquí, aunque sumariamente.
Un hombre no creía que la Virgen pudiera haber nacido sin mancha original. Durante un sueño se le apareció un ángel que le dijo: «¿Ves esa ciudad? Sé que quieres mucho a tu único hijo. Escoge un hogar para él».
Un poco sorprendido nuestro personaje pasó, detenidamente, calle por calle, casa por casa, pero no encontró ninguna que fuese la adecuada para su amado hijo. Todas tenían un pequeño o gran inconveniente.
Y dirigiéndose al ángel le respondió: «Tus palabras son la respuesta a tus dudas sobre la Inmaculada Concepción. Tú querrías para tu hijo la casa perfecta. Ahora bien, cuando Dios buscó una Madre para su Hijo dilecto, no encontró aningún ser humano a la altura. Estaban todos manchados por el pecado original. En su Amor y Sabiduría, Dios distinguió desde toda la eternidad a una mujer para hacerla perfecta, inmaculada, no manchada por el pecado, de manera a ser el hogar digno de su único Hijo».
Y concluyó: «Por lo tanto, si tú –que eres imperfecto– quieres lo mejor para tu hijo, ¿crees que Dios estaría satisfecho con menos para su Divino Hijo. De ahí, la Inmaculada Concepción. María, preservada de toda corrupción y mancha de pecado, tenía que ser perfecta, pues Dios mismo la escogió y predestinó antes de la creación del mundo, para que fuese la Santa e Inmaculada Madre de Dios, Morada del Altísimo».
Es a esa Madre de Dios y nuestra, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, a quien nosotros alabamos, portando su medalla.
Cuando se encuentre, por ejemplo, enfermo, abatido en el lecho de dolor, desahuciado por los médicos e incluso olvidado por la propia familia, afligido por tanto sufrimiento, agarre con fuerza esta medalla y sienta la proximidad de la Virgen.
¡Ella estará ahí a su lado…!
Más de una vez nos parecerá oír su dulce voz susurrándonos: ¿Quién llora sin que suspire con él? ¿Quién es ése que sufre sin que comparta sus dolores?
En esos momentos, del corazón de la Madre, como otrora de su Hijo Jesús, brota un torrente de gracias, que cura todos nuestros males.
Así es. Por la intercesión de nuestra Protectora, los ciegos recuperan la vista, los cojos vuelven a andar y los sordos a oír; los paralíticos recuperan el uso de sus miembros, los agonizantes renacen a la vida.
Las paredes de innumerables santuarios marianos son una prueba fehaciente de esos hechos, con los exvotos. Perenne testimonio de gratitud de multitud de fieles curados, por su intercesión.
Es preciso confiar en que nosotros también podremos ser curados. Esta es una convicción que debemos tener cuando estemos enfermos.
Infelizmente, ¡cuán pocos son los que en medio de las adversidades, en los problemas de la vida cotidiana o en las enfermedades, recurren a María!
¿Cuántas veces en el día a día nos acordamos de pedirle su protección o agradecerle un favor o gracias recibidos?
Esta medalla de la Inmaculada Concepción le servirá para recordarle que debe vivir todo el día, con fe, en compañía de María.
Espero que este símbolo conquiste incontables gracias de la Virgen Santísima para auxiliarle en sus necesidades y, sobre todo, le dé una firme esperanza en la victoria, como Ella lo prometió en Fátima con estas bellísimas palabras: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!».
Sin embargo, para preparar este triunfo aún tenemos mucho que hacer.
No podemos dejar de trabajar por nuestra santificación y por la evangelización del mundo. Tenemos que llevar el amor a Jesús y a María a nuestros parientes, amigos y a los que más lo necesitan.
Para esta labor, con la ayuda de nuestros adherentes, hemos conseguido resultados prometedores y extraordinarios.
¿Cómo no agradecerles, conmovidos, por su generosa y constante colaboración económica para la formación de los 32 diáconos y 10 sacerdotes de los Heraldos del Evangelio que acaban de ser ordenados?
Ha sido gracias a personas generosas que ha sido posible la acuñación y envío de esta medalla.