¡Sin pecado concebida!
Los tres Reyes Magos no vieron al Niño expulsando a los demonios, ni resucitando a los muertos. Encontraron, por el contrario, a un pequeñín confiado al cuidado de su Madre. Aquel que aún no pronunciaba ni siquiera una palabra, ya enseñaba, así, por el simple hecho de ser visto.
Papa Beato Pío IX
Nuestra Señora del Apocalipsis – Casa Lumen Cœli, Mariporã (Brasil) – Foto: David Ayusso
El inefable Dios eligió y preparó desde toda la eternidad a una Madre para que su Hijo unigénito en Ella se encarnara y naciera en la dichosa plenitud de los tiempos. La amó tanto que, por una soberana predilección, puso en Ella todas sus complacencias. La elevó incomparablemente por encima de todos los espíritus angélicos y de todos los santos. La colmó de la abundancia de los dones celestiales sacados del tesoro de la divinidad, de modo tan maravilloso que Ella, toda hermosa y perfecta, absolutamente libre de toda mancha de pecado, tenía en sí la mayor plenitud de inocencia y de santidad que se pueda concebir después de Dios; plenitud tal que, fuera de Dios, nadie la puede imaginar.
Era, por cierto, muy conveniente que esa tan venerable Madre refulgiera adornada siempre de los esplendores de la perfectísima santidad y que, inmune aun de la mancha de la culpa original, obtuviera el más completo triunfo sobre la antigua serpiente.
A Ella quiso el Padre eterno darle a su único Hijo, engendrado en su seno, igual a sí y por Él amado como a sí mismo. De tal manera que naturalmente fuera uno y el mismo Hijo común de Dios Padre y de la Virgen; a la que el propio Hijo escogió para hacerla sustancialmente su Madre y de la que el Espíritu Santo quiso que, por obra suya, fuera concebido y naciera aquel de quien Él mismo procede. […]
Doctrina siempre profesada en la Santa Iglesia
Es innegable que la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María —cada vez más espléndidamente explicada, declarada y confirmada por el gravísimo sentir, magisterio, estudio, ciencia y sabiduría de la Iglesia, y tan maravillosamente propagada entre todos los pueblos y naciones del orbe católico— existió siempre en la propia Iglesia como recibida de nuestros antepasados y distinguida con el sello de doctrina revelada, como así lo atestiguan ilustres y venerados testimonios de la antigüedad de la Iglesia oriental y occidental.
Diligente custodia y defensora de las doctrinas a ella confiadas, la Iglesia de Cristo jamás cambia en ellas nada, ni disminuye, ni añade. Antes, tratando con escrupulosa fidelidad y sabiduría las enseñanzas esbozadas en tiempos antiguos y sembradas por los Santos Padres, trabaja por limarlas y pulirlas de tal manera que, conservando su plenitud, integridad e índole propia, reciban mayor claridad, luz y precisión, desarrollándose exclusivamente conforme su naturaleza, es decir, preservando la identidad del dogma, del sentido, de la doctrina.
¡Ella trituró triunfalmente la cabeza del demonio!
Instruidos por oráculos celestiales, los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos compusieron obras para explicar las Escrituras, defender los dogmas, instruir a los fieles. En ellas se empeñaron en predicar y ensalzar de muchas y maravillosas maneras la soberana santidad de la Virgen, su dignidad, su integridad exenta de cualquier mancha de pecado y su gloriosa victoria del terrible adversario del género humano.
«Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya» (Gén 3, 15). Por estas palabras Dios, anunciando al principio del mundo los remedios de su misericordia dispuestos para regenerar a los mortales, confundió la audacia de la serpiente seductora y reencendió maravillosamente la esperanza de nuestro linaje. Cuando comentan este oráculo, los Padres de la Iglesia enseñan que fue clara y patentemente anunciado el misericordioso Redentor del género humano, Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, y designada su Santísima Madre, la Virgen María; y al mismo tiempo formalmente puestas de relieve las mismísimas enemistades del Hijo y de la Madre contra el demonio.
Por lo cual, así como Cristo, mediador entre Dios y los hombres, al asumir la naturaleza humana, anuló el decreto de condenación que existía contra nosotros y lo clavó victorioso en la cruz, así también la Santísima Virgen, unida a Él por estrecho e indisoluble vínculo, hostigando con Él y por Él eternamente a la venenosa serpiente, trituró triunfalmente con su pie inmaculado la cabeza de este enemigo. […]
Doctrina que despierta la piedad y el amor
No es, pues, de extrañar que esta doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios, consignada en la divinas Escrituras, según opinión de los Padres de la Iglesia que la transmitieron por sus testimonios tan categóricos y numerosos, puesta de relieve y cantada por tan gloriosos monumentos de la veneranda antigüedad, haya sido propuesta y confirmada por el elevado magisterio de la Iglesia.
Tampoco hay nada de sorprendente en que esta doctrina haya despertado tanta piedad y amor en el clero y en los fieles, ni en que se ufanen en profesarla de forma cada vez más esplendorosa, o en que nada les sea más suave y deseable que venerar, invocar y celebrar en todas partes, con ardiente devoción, a la Virgen Madre de Dios, concebida sin pecado original. […]
Sea creída firme y constantemente por todos los fieles
Por lo tanto, después de haber elevado, con humildad y ayunos, nuestras ininterrumpidas súplicas particulares y las plegarias públicas de la Iglesia a Dios Padre, por medio de su Hijo, para que se dignara dirigir y afianzar nuestra alma con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda la corte celestial e invocando con gemidos al Espíritu paráclito, e inspirándonoslo Él mismo, para honra de la santa e indivisible Trinidad, para glorificación de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la Nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios la doctrina según la cual la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, y en consecuencia debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles.
Por lo cual, si algunos tuvieren la presunción —que Dios no lo permita— de sentir en su corazón diferente pensar de lo que Nos hemos definido, tengan conocimiento y sepan que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe y se han separado de la unidad de la Iglesia; y sepan además que si osaren de palabra o por escrito o de cualquier otra manera expresar sus íntimos pensamientos incurrirán ipso facto en las penas establecidas por la ley.
¡Nuestros labios están llenos de gozo y nuestra lengua de júbilo!
Demos, y nunca dejemos de darlas, las más humildes y ardientes acciones de gracias a Nuestro Señor Jesucristo por habernos concedido, aun sin merecerlo, el singular beneficio de ofrendar y decretar este honor, esta gloria y esta alabanza a su Santísima Madre. ◊
Fragmentos de: BEATO PÍO IX.
«Ineffabilis Deus», 8/12/1854.
Traducción: Heraldos del Evangelio.